Este dicho nos remonta a la época en que los estudiantes vestían de capa y gorra.
Y sucedía que, como buenos estudiantes, eran dueños de un apetito voraz a causa del tremendo desgaste que significaba responder a las exigencias de las universidades de entonces. Sumado a esto, como muchos de ellos provenían de lugares distantes de las grandes ciudades a las que acudían en busca de la excelencia educativa, no tenían dónde recurrir cuando sus hambrunas eran insostenibles. Por eso, debían agudizar su ingenio y acudir a picardías propias de la edad para poder llevarse algo al estómago. Uno de los recursos era meterse «de colado» en las fiestas de bautismos, cumpleaños o casamientos importantes, repartiendo reverencias y ceremoniosos gorrazos (saludos hechos con la gorra) y permaneciendo mudos y aislados durante la celebración para no ser detectados por los anfitriones, pero dando cuenta de los apetitosos manjares que se servían en la ocasión. De ahí, que a esta clase de «invitados» se les llamase despectivamente capigorrones, de donde -por analogía- surgió la expresión comer de gorra, en alusión al hecho de poder hacerlo merced a los saludos realizados con ese elemento. Mucho tiempo después, en este siglo, comenzaron a pulular cantantes e instrumentistas populares que realizaban su actuación en la vía pública y que recogían la limosna dada por los transeúntes, en un sombrero o gorra que depositaban en el suelo.
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