He aquí que hace más de 1.000 años, en el corazón del Yemen, sobre el monte Chemer, un rebaño de cabras pertenecientes a un convento triscaban libremente entre los débiles arbustos, suficientemente fuertes para crecer incluso en un suelo volcánico y cubierto de lava.
Después de algunos días, este rebaño parecía haber perdido el sueño: durante la noche en lugar de dormir, las cabras se perseguían sin cesar y no paraban de balar a la luna.
Su pastor, inquieto quiso conocer los motivos y les siguió en su ascensión cotidiana, no tardando en darse cuenta que los animales gozaban un vivo placer al saborear las ramas de unos pequeños arbustos parecidos al laurel cargados de frutos rojos con reflejos violeta. Tomó algunos de éstos frutos y los llevó al Imán del convento.
Este curioso, tuvo una tarde la idea de ponerlos sobre la brasa, viendo entonces que un perfume maravilloso llenaba la habitación, y habiendo apilado estos granos tostados por el calor los puso con agua hirviendo, obteniendo de esta forma una infusión de la cual bebió una gran taza antes de ir a la cama para buscar el sueño reparador, pero el sueño no le venia.
A medianoche el encargado de despertar a los monjes para el rezo, les hizo beber a cada uno algunas gotas del maravilloso elixir. Esa noche precisamente las devociones, ligeras de ordinario, fueron llevadas a coro con gran satisfacción y alegría.
Desde entonces, la costumbre se hizo ley; cada día a la hora del rezo los monjes se tomaban una taza de khave, bebida humeante y perfumada enviada por Alá para ayudarles en el cumplimiento de su deberes.
El café tal como lo conocemos, mas o menos, acababa de nacer.