Cuando tenía aproximadamente dos años, mis papás me regalaron un perro de raza Collie. Yo era chiquito y él también, ya que era un cachorrito de tan sólo 4 meses de edad. Desde el primer momento en que nos vimos, nació un amor entre ambos, siendo el comienzo de una hermosa y larga amistad.
Ibamos a todos lados juntos. Jugábamos continuamente a todo lo que se nos ocurría. Éramos tan «pegados» uno al otro, que hasta cuando mi mamá me mandaba a dormir la siesta, el venía a mi habitación, se subía a la cama y se recostaba en mis pies, quedándose dormido como yo. Y a la tarde, cuando mamá me llamaba a tomar la leche, corríamos los dos rápidamente a la cocina, y mientras mi mami me servía el vaso de leche, Capataz miraba y movía la cola muy, pero muy rápido, esperando que le pusieran en su recipiente también la merienda.
Yo fui creciendo, él también. Llegó la época del colegio y cuando comencé a ir al Jardín de Infantes, me acompañaba con mamá hasta la escuela, y cuando entraba al aula, Capataz no entendía porque no podía entrar, y tiraba de la correa queriéndome seguir.
Pero era increíble, a la salida del cole, siempre estaba mi mamá esperándome con Capataz al lado, mirando atento a todos los chicos, buscándome. Y cuando me encontraba, se deshacía en besos y saltos, demostrándome su alegría y su amor.
Volvíamos corriendo a casa, para comenzar a jugar juntos.
Le encantaba jugar a la pelota. Yo lo ponía al arco y le pateaba penales. Y él saltaba de un lado para el otro, intentado atajarlos.
Salíamos a pasear por las calles de mi barrio, corriendo a más no poder, quedando ambos agotados de tanta corrida. ¡Era re divertido!
Jugábamos a los autitos y a los soldados. Acá mucho no entendía como era el juego, porque más de una vez, tuve que correrlo por toda la casa, porque se llevaba algún soldadito en su boca, y lo mordisqueaba, dejándomelos medios magullados.
El colegio quedaba a dos cuadras de mi casa. Cuando comencé a ir sólo a la escuela, Capataz me acompañaba, se quedaba en la puerta esperando a que entrara y se iba a casa, a esperar el momento de mi salida.
Todas las tardes, con lluvia o con sol, cuando salía del colegio, allí estaba Capataz esperándome para ir juntos a casa, a tomar la merienda y para jugar.
Con mi perro vivimos cosas buenas y malas, pero siempre estuvimos juntos.
Lógicamente, a medida que fuimos creciendo, nuestra relación tuvo algunos cambios. Yo tuve que ir más horas al colegio, y él comenzó a ponerse más grande de edad.
Y quizás no jugábamos tanto, pero siempre estábamos juntos.
Cuando salíamos a pasear por el barrio, ahora lo hacíamos a paso más lento, sin correr tanto, porque se notaba que sus años hacían que todo lo que hiciera, debía ser un poco más despacio.
Igualmente, era imperdible el jugar algunos tiritos al arco con la pelota, y siempre, tomábamos juntos la leche de la tarde.
También le encantaba cuando a la noche después de cenar, nos sentábamos frente al televisor a mirar alguna serie o dibujitos animados. Esto siempre le gustó. Especialmente las películas de acción y de tiros.
Y el tiempo fue pasando, y continuamos creciendo, compartiendo nuestras vidas unidas por el amor, el afecto y la amistad, típica entre una persona y su perro.
Pasó el tiempo, Yo ya adolescente y Capataz ya anciano.
Y un día, Capataz, mi perro, falleció.
Una gris mañana de invierno.
Fue el día más triste de los que me habían tocado vivir.
Se había ido mi amigo de toda la vida. Aquel con el que habíamos compartido gran parte de mi niñez y adolescencia.
Y entendí que la vida es así.
Una noche, estaba muy triste sentado en mi cama, mirando por la ventana, hacia el patio donde habitualmente jugábamos con Capataz.
Entró mi mamá, y al verme tan triste me dijo: «¿Estas triste porque se murió Capataz?»
«Sí» le dije acongojado.
«Bueno. Hacé una cosa» dijo mi madre poniéndo su mano sobre mi cabeza.»En vez de mirar hacia abajo, mirá hacia arriba, mirá al cielo ¿Qué ves?» dijo con voz tierna.
«Veo un cielo lleno de estrellas» contesté sin entender que me quería decir.
«Y cuál de ellas te llama más la atención» pregunto mi madre.
Y señalando una, dije «Aquella, la más grande, la que más brilla»
«Bueno, esa estrella es Capataz que está en el cielo de los perros. Mirándote todas las noches, viendo como dormís en tu cama y acompañándote en el recuerdo» dijo mi mamá acariciándome la cabeza.
Quedé solo en mi cuarto a obscuras, mirando a través de la ventana, esa estrella. La más grande, la más linda, la más resplandeciente.
Y esto me ayudó para recordar a mi perro Capataz, como verdaderamente era.
Un amigo feliz, compañero, juquetón y muy, pero muy alegre.
Así es, que todas las noches, cuando lo extraño y me agarra un poquito de tristeza, miró por mi ventana y busco la estrella.
Y al encontrarla, recuerdo los lindos momentos que vivimos juntos, y así, se me va la tristeza.
Y lo más increíble de todo, es que hasta las noches cuando el cielo está nublado, siempre en algún momento, la estrella aparece, como saludándome y dándome las buenas noches.
Yo tuve un perro, que se llamaba Capataz.
Y fuimos muy buenos amigos.
Autor: Ale Ramírez
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