En un reino muy lejano, vivía una princesa que no se consideraba muy bella. Desde que se vió en un espejo, siempre utilizó una bolsa de papel puesta en su cabeza.
Cuando paseaba por el reino, iba con su bolsa en la cabeza, la cual tenía tan sólo dos orificios a la altura de sus ojos. Esta era para poder ver.
Cuando quería comer o beber algo, le pedía la bandeja con su comida a sus sirvientes.
Estos, se la llevaban a sus aposentos, y los hacía salir de la habitación. Cuando nadie extraño estaba en el dormitorio, la princesa se sacaba la bolsa y comía y bebía.
Sin que ninguna persona pudiera verla.
Así transcurrían sus días en el Palacio. A veces debía ir a fiestas con sus padres, los Reyes. Pero ella siempre insistía en ir con su bolsa en la cabeza.
Se ponía los mejores vestidos y sus mejores joyas, pero nunca se sacaba la bolsa.
Así era como muchos príncipes la invitaban a bailar, pero al momento de querer verle la cara, la princesa salía corriendo rápidamente, subía a su carruaje y volví a su palacio.Los padres estaban muy preocupados, porque la princesa ya tenía la edad suficiente como para que comenzara a enamorarse.
Así fue, que los Reyes, empezaron a realizar muchas fiestas, con pantagruélicas comidas, con músicos que tocaban alegres melodías toda la noche, con gente reunida que demostraba su alegría.
Un poco por poder bailar al son de la música y otra tanto por la cantidad de alcohol que suministraban los anfitriones a estas fiestas.
Y de ellas, siempre participaba la princesa.
El objetivo principal, era que la princesa viera o encontrará algún pretendiente que le gustará, y quizás al conocerse, llegara a enamorarse.
Pero esto no ocurría.
Habitualmente el final de las fiestas era cuando la princesa corría despavorida a su dormitorio, porque algún galante caballero le solicitaba que se sacara la bolsa para poder conocer su rostro.
«Esto es una calamidad» refunfuñaba el Rey recorriendo los jardines del palacio.
«Nuestra hija no se casará nunca y no tendremos nietos» decía la madre mientras bordaba un lienzo.
Una tarde de primavera, donde el sol acariciaba las flores recién nacidas, la princesa decidió salir sola a pasear con su caballo.
No permitió que la acompañara ningún sirviente o protector, que habitualmente eran una especie de custodia ante algún peligro.
Salió al galope alejándose del palacio, en búsqueda de un momento de soledad, tratando de entender porque le pasaba lo que le pasaba.
Sin darse cuenta, tanto galopó, que salió de los límites del reino, adentrándose en un camino sinuoso, que se internaba en un bello bosque de abedules.
Recorría el bosque cuando de repente, un puma se apareció al costado del camino, haciendo que el caballo se asuste. El corcel se paró en dos patas y la princesa calló al suelo.
Su caballo salió corriendo hacia el interior del bosque.
El puma, a tan sólo metros de la princesa, se relamía pensando en el manjar que podría llegar a comer.
«Pum» se sintió el estampido de un arma de fuego.
El puma huyó rápidamente hacia el bosque.
La princesa asustada y sorprendida, no entendía lo que estaba pasando.
Mirando hacia un lado del camino, ve un caballo blanco de raza árabe con sus crines bien largas pero muy bien peinadas. Y encima de él, un apuesto caballero, con un arma de fuego en su mano.
«Estás bien» le pregunto el caballero.
«Si» dijo la princesa, sonrojándose, debajo de su bolsa de papel.
«Veo que tu caballo huyó. Será difícil encontrarlo ahora» comento el caballero.
«Sí» dijo ella, más sonrojada que antes.
«Si querés, compartimos mi caballo y te llevo a tu casa» dijo el hidalgo jinete.
«Bueno» respondió la princesa, mucho más sonrojada que antes.
Y así fue.
Ella monto en el regado del jinete, y a paso lento y tranquilo, ambos fueron recorriendo el camino al palacio.
Y el trayecto fue muy largo, porque la princesa había galopado mucho.
Pero este viaje de vuelta, les sirvió a ambos para poder hablar de todo.
Y juntos, rieron contándose anécdotas, se apenaron al comentar cosas tristes, y en definitiva compartieron un momento de dialogo que la princesa nunca había tenido con nadie.
Al llegar al palacio, la princesa le dijo al caballero: «No vas a preguntar porque llevo esta bolsa en mi cabeza»
«No creo que deba preguntarte esto. Es tu decisión y por algo lo hacés. Respeto eso» respondió el jinete.
«Gracias» dijo la princesa, sonrojándose ya como la vez número mil.
«Puedo volver a verte» dijo con su voz más varonil el caballero.
«Siiiiiiii» respondió la princesa, yéndose a sus habitaciones corriendo como nunca lo había hecho antes.
Y así pasaron los días.
El caballero la visitó casi todas las tardes.
Salían a caminar por los jardines del palacio, hablando y hablando horas sobre tantos temas, que uno no puede llegar a imaginar.
Jugaban al criquet, a las cartas, paseaban a caballo, compartían todo lo que pudieron compartir.
Un día, el caballero, pidió una reunión con el Rey.
Se presentó ante el monarca y le dijo: «Vengo a pedir la mano de su hija. Quiero casarme con ella».
¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde? Decía el rey con una voz temblorosa y con tono de sorpresa.
«Si, Cómo lo escucha» dijo el apuesto caballero.
«Pero si nunca le pediste que se sacara la bolsa de su cabeza. Si no sabes como es su rostro. Si nunca le viste la cara» dijo el rey sorprendido ante esta solicitud.
«Eso no tiene nada que ver» sentenció el caballero.
«Yo amo a su hija por lo que es, por cómo piensa, por lo que siente, por su latir interior. Poco importa lo que vemos del exterior de la gente. Lo que valoro es lo que somos como personas, y la princesa es una excelente mujer, con sentimientos puros y profundos, una maravilla de persona» dijo el caballero, nuevamente con su mejor tono.
Y así el Rey tuvo una lección, entendiendo que no solo lo que vemos exteriormente en una persona es lo importante para saber cómo es ese individuo.
Siendo lo verdaderamente importante poder descubrir los sentimientos, las conductas, el verdadero interior de cada uno.
La princesa y el caballero se casarón, fueron felices, comieron perdices y tuvieron muchos hijitos.
Y entre vos y yo, te cuento un secreto.
Cuando la princesa se sacó la bolsa de papel de su cabeza, todos vieron que era una hermosa mujer.
Y hasta ella se sorpendió, al verse al espejo.
El amor había tocado su corazón.
Quizás esto, hizo verse de otra manera.
¿Será eso?
Autor: Alejandro Ramírez
Otras Historias para Cata