El sonido húmedo de la lluvia, me hizo despertar.
Abriendo levemente los ojos, miro hacia el ventanal de mi habitación.
Las gotas dibujan títeres multicolores que bailan y bailan sin parar.
De vez en cuando, el viento, se lleva a esos títeres a pasear, vaya a saber a dónde.
Que fiaca me da levantarme.
Hoy no tengo muchas ganas.
Me incorporo lentamente y detrás de las cortinas, me asomo a ver el temporal que afuera moja todo lo que puede mojar.
Me asomo con cierto temor de ser visto.
No quiero que me vean.
Sigo mirando caer la lluvia, confirmando que como ocurre por los siglos de los siglos, el agua cae de arriba hacia abajo.
Notable reflexión.
Esto me confirma, que no estoy bien.
Algo me pasa.
La tristeza azota mi corazón con una fuerza inusitada.
Me duele el alma, sintiéndome el peor del vecindario.
No puedo salir así.
No quiero amargar a nadie.
¿Por qué estoy tan triste?
¿Qué está pasando en mi interior?
Me encuentro encerrado en un laberinto interminable de dolor ancestral, sin poder encontrar la salida
Voy lentamente hacia la cocina.
Abro la heladera, sin saber que buscar.
Quizás lo hago, más para que la luz de la misma me enceguezca y me haga reaccionar, que buscando algo para comer o beber.
En el fondo de la heladera, detrás de todo, atrás de miles de todo tipo de frascos, frasquitos, tuppers y recipientes, encuentro un pequeño frasco de dulce de leche.
“Impecable” dirían mis amigos uruguayos.
Con entusiasmo infantil, lo abro, introduzco una cuchara, y bien cargada, me la meto en mi boca, saboreando su contenido, como si fuera el mejor manjar de los Dioses del Olimpo.
Y esta sensación de dulce satisfacción marrón, dura demasiado poco.
Vuelvo al ventanal.
Sigue lloviendo.
Pero ahora, el agua cae muy fuerte, sin tener tiempo de crear ningún títere en el vidrio.
No la encuentro.
Pienso donde estará.
Con quién se estará divirtiendo.
Con quién estará compartiendo sus días.
Y esto me hace mal.
Se fue de repente.
Se fue sin avisar.
Se fue sin darme cuenta.
Y la extraño.
La extraño mucho.
No puedo vivir sin ella.
La necesito.
Porque siempre estuvo a mi lado.
Siempre me alivió la vida.
Me hizo ver las cosas, con una óptica maravillosa.
Y por estas cosas del destino, del pensar más de la cuenta, por no valorar las cosas que tenemos, la perdí.
Es hora de recuperarla, e intentar que no se vaya más de mi lado.
Tomo el teléfono.
Busco en una vieja agenda de color rojo, que tiene sus hojas ajadas por el tiempo.
Comienzo en la primera hoja, donde está la “A”.
Allí está su número.
Por lo visto, alguna vez me lo dio, pensando que me podía pasar lo que hoy estoy viviendo.
Lo comienzo a marcar, intentando no ponerme nervioso, ante la incertidumbre de no saber que pasará.
Del otro lado, suena y suena ese teléfono.
Luego de varias veces, nadie atiende.
Vuelvo a mi habitación.
Pego mi cara al ventanal, sintiendo el frio del vidrio en mi piel.
Tendré que pensar alguna otra forma de recuperarla.
Sé que encontraré el camino para hacerlo.
Trataré que nunca más se vaya de mi lado.
La Alegría.
La perdí.
Se fue.
No puedo encontrarla.
La extraño y mucho.
Si la llegan a ver por allí, díganle que quiero hablar con ella.
Que necesito volver a ser el que siempre fui.
Me acuesto nuevamente en mi cama y me tapo con las sábanas hasta la altura de las orejas.
Y me quedo dormido, esperando soñar con otros tiempos.
Y quizás, cuando despierte, todo estará como estuvo siempre.
Espero.
De Ale Ramirez