El término prudencia proviene del latín prudentia, que es una cualidad que consiste en actuar o hablar con cuidado.
También de forma justa y adecuada, con cautela, con moderación, con previsión y reflexión, con sensatez y con precaución para evitar posibles daños, dificultades, males e inconvenientes, y respetar la vida, los sentimientos y las libertades de los demás.
La prudencia requiere un buen sentido, un buen juicio, templanza, cordura, sabiduría, discernimiento, aplomo y ser precavido. Si no se tiene una buena conducta o no se actúa con prudencia, por ejemplo, conduciendo, se coloca en peligro o en riesgo la vida de otras personas y la suya propia.
Antiguamente, los egipcios solían representar a la prudencia como una serpiente con tres cabezas (de león, de lobo y de perro). Se decía que un individuo era prudente cuando tenía la astucia de las serpientes, el vigor y la fuerza de los leones, la agilidad y la rapidez de los lobos y la paciencia propia de los perros.
En el catolicismo, la prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales, junto con la justicia, la templanza y la fortaleza, que consiste en discernir y distinguir lo que está bien de lo que está mal en cada circunstancia y actuar en consecuencia, siguiendo el bien o huyendo del mal.
En economía, existe «el principio de prudencia», que es una ley que regula la forma en la que se deben contabilizar los beneficios y los gastos de una empresa, donde se puede crear unos fondos de reservas para atravesar con las situaciones económicas inestables y evitar catástrofes.
La prudencia es una virtud muy valorada. De allí que la sabiduría popular, a través de refranes y dichos, aconseje practicarla. Por eso se dice que «más vale pájaro en mano que cien volando» o «bueno es pan duro cuando es seguro», que giran en torno a la idea de conducirse con prudencia y valorar lo que se tiene.
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