Hay expresiones que resultan accesibles a ciertos niveles de hondura antropológica. Tal es el caso de la fórmula Eres un pájaro de mal agüero, advertencia que sirve para decir a otro que actúa como un gafe o como un inductor de pesares y desdichas.
En realidad, un agüero o augurio es un anuncio, un presagio de acontecimientos del porvenir. En el caso del dicho acá comentado, tal presagio se refiere a sucesos desfavorables. La mala suerte está al caer y parece que con ese conjuro pretendemos sortear la adversidad. ¿Una superstición? Por supuesto que sí, pero no ha de extrañarnos, porque el botín del refranero está repleto de ellas.
Al decir de los historiadores, el modismo tiene su venero en tiempo de los romanos. Aunque prácticos, estos eran también gente crédula, incluso en exceso. La intuición mágica que da lugar a la práctica del agüero es bien expresiva: los augures o maestros de la predicción quisieron que el comportamiento de las aves se conformase en metáforas. Un revuelo hacia el norte, el bullir de las alas o cierto modo de trinar admitieron una interpretación profética; y en adelante, el graznido del cuervo se convirtió en signo de graves predicciones. Desde luego, también hubo augures con habilidades de carnicero, que cifraron el código del futuro en las entrañas de un pollo sagradamente trinchado. En todo caso, fueron estas aves de la suerte las que sirvieron para retratar los acontecimientos venideros con fidelidad especular.
Ya lo insinuamos al comienzo: el mensaje solapado del chamán debe interesar al antropólogo. No obstante, también puede ser útil para el amante de las etimologías. Así lo confirma la Real Academia Española, y concretamente una de sus primeras entregas, el Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (Tomo primero, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726). Ahí se define el agüero con fundamento histórico: «Los gentiles llamaban así a cierto género de adivinación por el canto, el vuelo y otras señales, que tenían observadas en las aves, y se llamaban augures los que formaban estos pronósticos». Luego añade la RAE que, entre nosotros, «se toma esta voz por los pronósticos buenos o malos, que neciamente se forman de algunas casualidades, que no pueden tener conexión alguna para inferir de ellas los sucesos que son libres, y penden de superior providencia, en que se cometen muchas supersticiones». En clave etimológica, el vocablo «viene del latino augurium, que significa esto mismo».
En Estar al loro. Frases y expresiones del lenguaje cotidiano (Alianza Editorial, 2005), el estudioso José Luis García Remiro cita varias anécdotas en torno al mismo asunto. Menciona, por ejemplo, a Cicerón, que en De divinatione mostraba su interés en saber por qué era signo propicio el aleteo del cuervo hacia la derecha y también el de la corneja hacia a izquierda. Se ve que Plutarco, con afán racionalista, se hacía la misma pregunta, sin hallar otra respuesta que el escepticismo.
García Remiro destaca que no todos los antiguos se tomaban en serio los augurios. De hecho, algunos personajes de aquel tiempo demostraron que era posible manipular el destino reinterpretando los signos del vaticinador. En la misma monografía leemos que Platón se asombraba de que un arúspice pudiera ver a otro «sin que a ambos les entrase la risa». Tiempo después, Quevedo analizó con humor esta misma superstición en su Libro de todas las cosas.