Muchas veces nos encontramos atrapados en una serie de etiquetas que la familia, la sociedad o el entorno escolar nos imponen sobre todo en nuestras primeras etapas de la vida.
Estas etiquetas que pueden surgir de un hecho aislado o de un malentendido, tienen la desafortunada tendencia a adherirse a nuestra identidad de manera persistente, afectando nuestras relaciones, nuestro desarrollo personal y nuestra autoestima. Es un estigma difícil de quitar, que como dice el refrán “Por un perro que maté, mataperros me llamaron” que refleja cómo una acción única puede definirnos injustamente para el reto de nuestras vidas.
Las etiquetas surgen en la infancia por diversas razones. Puede ser debido a una travesura, a una característica física, a una peculiaridad en la personalidad o a un momento de mala suerte.
Por ejemplo, un niño que se distrae fácilmente en la clase puede ser clasificado de “vago” o “despistado”, aunque tenga un gran potencial en otros aspectos. Estas etiquetas pueden parecer inofensivas al principio, pero tienen un impacto duradero pues tienden a solidificarse en la mente del individuo, moldeando su autoimagen y su comportamiento. La psicología nos enseña que los niños internalizan lo que los adultos dicen de ellos, y estas marcas pueden convertirse en profecías autocumplidas. Un niño etiquetado como “problemático” puede empezar a actuar de manera más problemática simplemente porque es lo que se espera de él.
Este precinto, entonces, no solo refleja un juicio externo, sino que también influye directamente en el propio desarrollo del pequeño.
A medida que crecemos, deshacerse de esta catalogación puede ser una tarea ardua. La gente tiende a recordar más los errores que los éxitos, lo que perpetúa las etiquetas negativas. Además, nuestras propias creencias sobre nosotros mismos, reforzadas negativamente durante años, pueden obstaculizar nuestros esfuerzos por cambiar. Por ejemplo, un adulto que fue etiquetado como “inconstante” no puede seguir luchando con la misma confianza en que no lo es, incluso después de haber logrado numerosos éxitos.
El impacto de todo esto no se limita solo a la infancia. Pueden afectar nuestras decisiones académicas, profesionales y personales a lo largo de la vida.
Una persona etiquetada como “mal estudiante” puede evitar oportunidades de aprendizaje, mientras que alguien llamado “conflictivo” puede tener dificultades para mantener relaciones normales con quien le rodea.
Estas marcas, en lugar de desaparecer con el tiempo, pueden incrustarse más profundamente, limitando el crecimiento y el bienestar personal. El problema surge cuando queremos librarnos de las etiquetas, entonces tenemos que hacer un esfuerzo consciente y constante para superarlas.
Es difícil, pero tendremos que tener en cuenta que deberemos reconocer y entender las etiquetas que nos han impuesto y porque lo han hecho. Tendremos de transformar las características negativas en positivas, así que si la etiqueta es “cabezota” se podría cambiar por “persistente”. Igualmente deberemos rodearnos de personas que nos ven por lo que realmente somos y no por las etiquetas del pasado.
Las etiquetas son como cadenas invisibles que limitan nuestro potencial y nuestra felicidad. Es fundamental que, como sociedad, seamos conscientes del poder de nuestras palabras y de los juicios que emitimos sobre los demás.
Todos merecemos la oportunidad de ser vistos y valorados por lo que realmente somos, mas allá de cualquier etiqueta que alguna vez nos hayan impuesto.
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