¿Cambió algo en la provincia tras los escándalos del yate y de Chocolate? La respuesta es desmoralizante
La noticia pasó casi inadvertida en la frondosa crónica política de los últimos días: Insaurralde compartió un almuerzo con intendentes bonaerenses y Máximo Kirchner. Algunos lo leyeron como una “reaparición”, pero otros aseguran que, en realidad, “nunca se fue”. En cualquier caso, su tímido regreso a la escena pública resulta revelador. Muestra que apartarse del camino de la ética pública no es, para el peronismo bonaerense, un motivo de expulsión, ni siquiera de vergüenza. Tal vez sea todo lo contrario: es probable que Insaurralde haya dado “cátedra” en ese encuentro con caciques municipales y con el jefe de La Cámpora. “Hay muchos que lo escuchan; ya no conduce, pero tiene una estructura que le responde”, reconocen en algunos despachos de La Plata.
El regreso de “el bandido”, como algunos lo llaman con sarcasmo en homenaje a aquel yate en el que navegaba por el Mediterráneo, es un síntoma de algo todavía más inquietante: la opacidad crónica que tiñe la vida institucional de la mayor provincia argentina. Insaurralde, que era el jefe de Gabinete de Kicillof cuando quedó expuesto en una excursión de millonario, simboliza el manejo discrecional de las “cajas negras” de la política bonaerense. Su regreso instala, entonces, un interrogante obvio: ¿cambió algo en la provincia tras los escándalos del yate y de las tarjetas fantasma de Chocolate Rigau? Cuando se les hace esta pregunta a actores centrales de la oposición, y también del oficialismo, la respuesta es desmoralizante: “todo sigue igual; en determinadas prácticas pudo haber algún ‘repliegue táctico’, como el de Insaurralde, pero no se ha producido ningún cambio de fondo”. Algunos llegan todavía más lejos: “Los ‘chocolates’ siguen operando a la luz del día; en todo caso, se han perfeccionado para no quedar tan expuestos en la fila del cajero”.
Hay que mirar a la Legislatura para comprobar que esa respuesta es penosamente cierta: el presupuesto no se ha reducido; los mecanismos de contratación y el control del presentismo no se han modificado. ¿Alguien escuchó hablar de un plan de saneamiento institucional para clausurar cualquier posibilidad de designar empleados fantasma? Nadie. ¿Hay noticias de un achicamiento drástico que dé cuenta de alguna “canilla” que se cerró definitivamente? Ninguna. ¿Se ha escuchado al gobernador Kicillof exigir o promover medidas de transparencia en la Legislatura o en “cajas” que manejaba Insaurralde, como la de la Lotería provincial o la de Vialidad? Nunca. El festival de “los módulos” sigue intacto en la Legislatura. Módulos es un eufemismo para hablar de dinero discrecional que manejan los legisladores. Lo mismo pasa con “la bolsa” millonaria de becas y subsidios, que también alimenta un circuito opaco de recursos públicos.
En este denso entramado de sospechas y oscuridad, Kicillof aspira a nombrar 138 jueces y fiscales para cubrir esa enorme cantidad de vacantes en el Poder Judicial. Hay que observar ese proceso con atención, porque la Justicia es la que cierra el círculo de opacidad que se ha consolidado en la provincia. El caso Chocolate también fue muy revelador en ese aspecto: los camaristas Juan Alberto Benavides y Alejandro Villordo buscaron, con argumentos extravagantes, liberar a Rigau y cerrar la causa en tiempo récord. Fue todo tan burdo y escandaloso que la Cámara de Casación se apuró a revocar el fallo, que provocó estupor a nivel nacional. Un año después, todo sigue igual: los jueces Villordo y Benavides tienen un pedido de enjuiciamiento, pero en la Legislatura se ríen cuando se pregunta si puede prosperar. La causa de Chocolate avanza a paso lento y la cadena de responsabilidades políticas parece haberse cortado en niveles muy inferiores, como los que representan los otros dos detenidos: Claudio y Facundo Albini. Nadie ha visto, mientras tanto, a Insaurralde sentado en el banquillo de los acusados ni forzado a prestar una declaración indagatoria.
¿Cuántas causas por corrupción han llegado a buen término en la Justicia bonaerense? La respuesta tal vez explique hasta qué punto se ha consolidado en la provincia de Buenos Aires un mecanismo de ilicitud y opacidad que desde hace décadas ha carcomido las bases de su sistema institucional. Chocolate e Insaurralde, como los exjueces Melazo u Ordoqui, no fueron casos aislados: formaron parte de métodos, mecanismos y sistemas que funcionan desde hace muchos años.
La Justicia –pero también los organismos de control– ha sido una garantía de impunidad. ¿Quién cubrió la última vacante que se produjo, durante la gestión de Kicillof, en el estratégico Tribunal de Cuentas? Correcto: un hombre de Insaurralde que, a la sazón, venía de ser “gerente” de una multinacional del juego.
Aun en medio de peleas internas, el kirchnerismo bonaerense se ha puesto de acuerdo para una nueva avanzada en la “colonización” judicial. Un dato alcanza para mostrar el extremo de politización y componenda en el que está enredado el proceso de designación de nuevos jueces: el envío de los pliegos a la Comisión de Acuerdos del Senado se trabó en los últimos días cuando la vicegobernadora, Verónica Magario, vio que para cubrir las vacantes de La Matanza (su distrito) no se habían incluido en las ternas los nombres que ella había pedido. Magario es la socia política de Fernando Espinoza, intendente que se mantiene en su cargo a pesar de estar procesado en una causa por abuso sexual. Después de que la titular del Senado puso el grito en el cielo, las ternas de La Matanza “se acomodaron”. ¿Kicillof y Magario le prometieron a Espinoza designarle “jueces amigos” para sortear su calvario en el fuero penal? En la provincia de Buenos Aires, “pensar mal” suele ser equivalente a pensar lo correcto.
Un año después de que estallaron los escándalos de Chocolate y de “el bandido”, Kicillof parece mantener un pacto de hierro con la política bonaerense: mirar para otro lado. La gran “política de Estado” en la provincia es la ausencia de control. No se controla ni el presentismo de los empleados públicos, ni las licencias docentes, ni el presupuesto de la Legislatura, ni los “negocios” de las comisarías. Las “cajas” de la política no se tocan ni se achican. El gasto público no se audita ni se revisa: siempre hay un nuevo “manotazo” para dar sobre el Inmobiliario que paga la clase media.
La cultura de la política bonaerense se asocia a una idea de clandestinidad. Es una provincia que no resistiría una auditoría; que cada vez tiene más empleados estatales y peores servicios públicos; donde lo que más crece es el trabajo en negro y donde entramados mafiosos, como el de La Salada, gozan de protección e impunidad.
Industrias como las del agro o la del conocimiento han logrado desarrollarse en enclaves bonaerenses “a pesar” del Estado. Aun así, hay datos sintomáticos: Accenture, uno de los gigantes tecnológicos del mundo del software, cerró sus oficinas en La Plata, y en el edificio que dejó vacío ahora se monta un centro administrativo de la municipalidad. Tal vez sea una postal arbitraria, pero una postal al fin: en el corazón de la provincia, el Estado se expande mientras la industria retrocede.
Kicillof, que ganó su reelección con la oposición dividida, hoy parece desconectado del espíritu de época. Habla un lenguaje dogmático e ideologizado que no solo aleja las inversiones, sino que no parece interpretar la demanda ciudadana. Lo ayuda ese gran “pacto bonaerense” del que también participa la oposición. ¿Cuántas voces del radicalismo, Pro o La Libertad Avanza se alzan para exigir transparencia en la Legislatura y en el Poder Judicial? La oscuridad también suele ser contagiosa. Y para comprobarlo alcanza con ver el decreto presidencial de esta semana que recorta el acceso a la información pública. O reparar en el abrazo de Milei a Lijo, que es a la Justicia Federal lo que Insaurralde es a la política bonaerense. O detenerse en el rol de un monotributista que maneja, desde las sombras, los hilos de la SIDE, entre otros resortes estratégicos del poder.
El liderazgo bonaerense de Kicillof hoy parece haber entrado en una fase de agotamiento y declinación, fagocitado por el internismo, por su intrínseca debilidad y por la anemia de una gestión librada a su propia inercia. La pregunta, sin embargo, es cuánto podrá resistir el sistema de corrupción e impunidad que se ha enquistado en la provincia. Los gobernadores pasan, ¿los “chocolates” y “los bandidos” quedan? La reaparición de Insaurralde parece más que un indicio.
Por Luciano Román
Fuente Lanacion