Reciente número uno en la lista de los Latin America’s 50 Best Restaurants, su parrilla es el restaurante argentino mejor posicionado en los rankings gastronómicos mundiales
“Creo que esta vez no ganó el mejor restaurante, sino el más querido”, decía hace unos días Pablo Rivero, en el escenario del Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro, luego de que su parrilla, Don Julio, obtuviera el N°1 en el ranking 2024 de los 50 Mejores Restaurantes de América Latina. Este año, el clásico de la esquina de Gurruchaga y Guatemala también fue designado N°1 del ranking de las 101 Mejores Casas de Carne del Mundo. Y, como si fuera poco, en 2024 Don Julio quedó como el único argentino en el ranking de los 50 Mejores Restaurantes del Mundo (en el puesto N°10), evento en el que Rivero, además, fue premiado como Mejor Sommelier del Mundo.
“Una de las cosas más difíciles que atraviesa una persona cuando tiene cierta trascendencia es reponerse de los éxitos. Pueden transformarte en un ególatra o en un necio –afirma Rivero, de 46 años–. En Don Julio, creo, estamos un poco curados de eso, porque hacemos algo que es de todos. La parrilla es una construcción colectiva. Por eso recibir estos reconocimientos me alegra un montón, por nuestra gastronomía, y al mismo tiempo me salva el hecho de que sea una cocina que es de todos. A diferencia de otros cocineros que están en mi posición, a mí no me piden que firme autógrafos ni me paran por la calle”.
The video player is currently playing an ad.
–¿Cómo nace Don Julio?
–Vinimos de Rosario a Buenos Aires a mediados de los noventa. Mis viejos eran ganaderos, pero habían quebrado. De segunda profesión, mi papá era meteorólogo, entonces vino para trabajar acá, donde su compañero y gran amigo, Julio Cogorno, nos dio hospedaje arriba del restaurante donde hoy funciona Don Julio.
–¿Cómo era ese restaurante?
–Era un restaurante de barrio que funcionaba muy mal. Al poco tiempo de vivir ahí nos dimos cuenta de que podíamos tomarlo y mejorarlo. Empezamos con esa idea en el 98. Acceder al restaurante era bastante fácil, porque no pagaba las cuentas, no tenía gas, estaba colgado de la luz… Era un desastre. Todo era muy precario porque el barrio también lo era.
–¿Cómo era Palermo en 1998?
–Donde estamos nosotros era la zona roja. Se inundaba mucho y había muchas casas abandonadas que eran tomadas por gente que, por decirlo de alguna forma, tenía actividades ilícitas. Había también muchos talleres mecánicos y consultorios de psicoanalistas. Era una mezcla muy interesante, linda, bohemia.
–¿Desde el principio toman el local con la idea de que sea una parrilla?
–Sí, porque veníamos del mundo de la carne, era lo que sabíamos y en lo que teníamos confianza. Yo había tenido una breve experiencia anterior con mi máma, en Villa Bosch, donde hacíamos sándwiches y cosas sencillas para chicos del secundario. Ahí ya me había empezado a gustar esa situación de dar de comer, de ver el disfrute del otro con lo que uno hace. Eso había despertado en mí la vocación y el entusiasmo. Mis papás lo pescaron y me hicieron creer que abrir Don Julio era mi gran idea. Ellos más que nada querían que yo pudiera salir adelante. Todo fue como una gran manipulación del amor de mis papás, de hacerme creer que yo era un gran emprendedor. Pero sin ellos hubiera sido imposible. Eran años muy difíciles.
–¿Cómo era la dinámica familiar de recién llegados?
–Como meteorólogo, mi papá trabajaba de inspector para el Servicio Meteorológico Nacional: recorría el país, se iba a la Antártida. Y acá también había que laburar: estábamos con mi mamá, mis tres hermanas, mi abuela. Pero los comienzos del restaurante los vivimos con alegría. Son esos momentos en que estás contra las cuerdas y no podés mirar atrás porque no tenés tiempo; tenés que ir para adelante, no hay otra alternativa. Eso te despierta una especie de inconsciencia. Fue con ese impulso que llegó la oportunidad de tomar el restaurante, ¡y acá estamos!
–¿Cómo fueron esos primeros años?
–Primero, hay que recordar a Julio, que nos hospedó. Gran amigo de mi papá de toda la vida, compinche de andanzas. Julio además de ser nuestro mejor amigo era el referente del barrio. Nació y murió acá, donde fundó la murga Atrevidos por costumbre, que en su momento fue una de las más grandes de Buenos Aires. Julio era toda una personalidad murguera y bohemia. Por eso le pusimos su nombre al restaurante, como un chiste muy íntimo del barrio. Y después, de este mismo barrio, se empezaron a acercar los primeros clientes. Eran vecinos de enfrente, de a la vuelta, de a dos cuadras. Ahí atendía yo; mi mamá estaba en la caja y mi abuela en la cocina. Una familia tratando de salir adelante.
–¿Cuál creés que es el secreto del éxito de Don Julio?
–Hoy, mirando para atrás, creo que el gran acierto y el mejor aporte que hizo Don Julio a la gastronomía argentina fue volver a instalar el novillo pesado, que había desaparecido del mercado. En esa época, cuando los restaurantes contaban que trabajaban muy buena carne, te hablaban de ternerita. Carne de animales chiquitos, que nosotros que somos una familia que siempre trabajó en relación con la carne, sabemos que no es de calidad. Que en todo caso tiene que ver más con la necesidad del productor de tener poco tiempo el animal en el campo y hacer financieramente el negocio más previsible, y que empezó a poner de moda la ternerita.
–¿Y qué es la calidad?
–Lo que buscamos como patrón de calidad en un corte de carne es infiltración de grasa y profundidad de sabor. Eso lo lográs después de que el animal tiene cierto peso y, sobre todo, cierto tiempo de vida. Nosotros sabíamos que eso no estaba en ningún lado, que había desaparecido. Entonces trabajamos para buscar ese tipo de animales. Mi papá había hecho ese trabajo de selección toda su vida en los mercados y conocía muy bien cómo conseguir ese producto. Luego lo conocimos a Edgardo Bovay, que tenía la misma filosofía que nosotros, y que ha sido desde entonces quien compra para nosotros en el mercado. Al incorporar los novillos pesados de vuelta –animales de 480, 500, 520 kilos, cuando todos estaban trabajando animales de 100 kilos menos– el impacto fue inmediato. Porque la gente volvió a comer un producto al que estaba acostumbrada en los 80, y rememoró ese sabor que había perdido. Hoy vas a los restaurantes y encontrás novillo pesado, y te lo elogian como antes elogiaban a la ternerita. Eso fue el logro más importante que tuvo Don Julio.
–¿Cómo fue creciendo Don Julio?
–Bueno, a partir de la incorporación de carne de animales grandes ya superábamos las expectativas de todos los que venían. Y después hubo un proceso de crecimiento personal. Estudié primero cocina, pero me di cuenta de que lo mío no estaba en la cocina, sino en la sala. Lo entendí rápido, porque en la cocina tenía a Pepe Sotelo, que fue mi parrillero durante 20 años. Era tan talentoso que hacía innecesario que yo estuviera en la cocina.
–¿Y en el salón qué viste?
–El contacto con la gente, el tomar la responsabilidad de su felicidad mientras está en el restaurante. Eso es lo que tiene el salón. Porque al final en un restaurante, sea el que sea, la magia está en el salón; allí está el disfrute y la experiencia de las personas. Porque la gente no viene a comer, viene a cuidarse y a reponerse el alma. Vienen a ser queridos y a compartir eso con quien los acompaña en la mesa. Vos tenés que tratar de que esa atmósfera no se rompa. Incluso muchas veces viene gente que está sola, y comparte su día con nosotros. Todo eso es responsabilidad de la sala: a mí eso me atrapó, me enamoró.
–¿Tuviste referentes en ese proceso de aprendizaje?
–Sí, uno de ellos fue Emilio Garip, de Oviedo, al que prácticamente le copié todo. Porque uno tiene que copiar cuando es chico, es parte del proceso de aprendizaje. Con el tiempo vas incorporando tus propias ideas y empezás a mostrar tu propia versión. Otra gran referente fue Ada Cóncaro, cocinera de Tomo I. Me enteré de que ella tenía un espejo en la cocina, como los de colectivero, por el que podía mirar y dirigir el salón. Esa situación me parecía tan similar a mi obsesión de control de lo que sucedía en el salón que me fascinó.
–¿Y que te atraía de Emilio?
–La comida, por supuesto, que era espectacular. Yo pedía una entrada y demoraba el pedido de principal todo lo que podía porque no tenía plata… Me daba vergüenza por lo que consumía, que era muy poco. Pero el deseo de aprender le ganaba a la vergüenza y creo que Emilio se daba cuenta, porque me hacía sentir bien. Yo en Oviedo me dejaba contagiar por todo lo que estaba pasando. Lo veía a él como se movía, lo que hacía; buscaba entender de qué se trataba todo eso. En Tomo I lo mismo, aunque en menor medida porque no tenía la posibilidad de hablar con Ada. Pero trataba de sentarme lo más cerca de la cocina para ver cómo ella manejaba el restaurante. Con el tiempo empezaron a aparecer otras personas que me influenciaron. Creo que el día que deje de admirar a alguien voy a ponerme viejo.
–A la par de Don Julio, ¿cómo fue cambiando el barrio?
–Empieza a cambiar fuerte cuando cambian de lugar la zona roja y se vuelve más transitable de noche. Aparecen los primeros edificios y empiezan a llegar los restaurantes y los locales de ropa. Y finalmente con el entubado del arroyo Maldonado vuelve a cambiar porque se deja de inundar. Pero tenemos clientes de toda la vida y vecinos de toda la vida. El vecindario se ha sostenido bastante, y te estoy hablando de estas tres cuadras a la redonda [de Don Julio] que para mi componen lo que llamo barrio, porque Palermo es gigante, y que tienen un sentido de pertenencia importante. La gente quiere vivir acá.
–¿Y cómo recibieron la llegada del polo gastronómico?
–En el barrio, los restaurantes éramos muy queridos, porque siempre había allí un policía y había luz. El que es del barrio de toda la vida se acuerda de lo que era la noche en el barrio. Entonces creo que la transición hacía un lugar con más gente es un poco más amable que quizás en otro barrio, por esa cuestión histórica.
–¿Cuándo surge tu pasión por el vino?
–Cuando vos estás en un salón te das cuenta de ciertas cosas que pasan cuando la gente toma un vino. Lo ves en sus caras, ahí sucede la magia. Rápidamente pescás que es una herramienta para dar placer, para ayudar a curar y a nutrir el alma. Entonces querés tener cada vez más herramientas, porque hay mucha gente diferente. Ahí empezás a apasionarte con el vino. Ese es el origen de todo sommelier, que no es el amor por el vino sino la fascinación por lo que provoca en el otro. Por eso cuando aparecieron las escuelas de sommelier, que hasta ese entonces no existían, decidí estudiar. Y eso me ayudó a dar el salto en la carta de vinos de Don Julio.
–¿Con qué criterio la armaste?
–Yo estudié la carrera de sommelier no para aprender a vender vino en un restaurante, porque ya lo hacía, sino para aprender a comprarlo. Para entender su estructura y saber qué vino necesitaba tiempo y cuál no. Eso fue la base de todo lo que vino después. Entendí cuándo comprar y cuándo vender, y que tenés que tener paciencia… ¡y espacio! Cuando nos dimos cuenta, ya teníamos una cava interesante para el contexto de los restaurantes de Argentina de ese momento, y seguimos profundizando. Así como con la carne hicimos un proceso de evolución en cuanto a procesos productivos, como la maduración, en el vino empezamos hacer un proceso de aprendizaje en la guarda. Pronto entendimos que el vino argentino era una bomba de emociones si la sabías cuidar y soltar en el momento preciso. Ahí arrancó la locura de esta cava que hoy tiene 60.000 botellas.
–En esa locura te fuiste a buscar vinos guardados.
–Eso fue más una situación de enojo y rebeldía que un acto de lucidez. Yo mostraba la cava del restaurante muy orgulloso a clientes europeos y siempre me decían que nuestros vinos eran muy ricos, pero que había que ver qué iba a pasar cuando evolucionaran. Y eso a mí me molestaba profundamente. Hoy que ya nadie duda de que el vino argentino puede evolucionar muy bien decir eso no tiene sentido. Pero sí hace 15 años, cuando nadie mostraba vinos viejos en la Argentina… El resultado era que no podías mostrar tu vino con el mismo estatus que uno europeo. Eso hizo que me obsesionara en la búsqueda de vinos viejos. Empezamos a pedirlos a las bodegas, pero no los querían mostrar. Decían que en la Argentina no estábamos acostumbrados a tomarlos, que la gente no los iba a poder decodificar. Pero nosotros ya teníamos el cliente que entendía ese vino, porque Don Julio muy pronto se transformó en un ghetto del mundo del vino. Venían muchos productores, todos los sommeliers; incluso la Asociación Argentina de Sommeliers hacía sus reuniones en el restaurante. A esa gente podía mostrarle esos vinos. Fue una pelea hasta que me puse firme y puse la condición de que para que una bodega estuviera en la carta tenía que dejarme acceder a esos vinos. Fue una lucha, pero lo logramos. Después empezamos a mostrarlos, y aquellos particulares que tenían vinos guardados nos los empezaron a ofrecer. Buscábamos estas cavas de coleccionistas y empezamos a comprar. Así llegamos a acumular 2000 botellas de vinos del 90 para abajo, que llegan hasta la década de 1920.
–¿Cómo fue la primera vez que Don Julio apareció en un ranking internacional?
–En 2011 éramos una parrillita de barrio súper querida, estábamos en todas las guías y las reseñas locales. Ese año vino al país una periodista a hacer un ranking para The Guardian, que en ese momento era el diario más leído del mundo, y salimos número uno de Argentina. Fue una cosa de locos. Empezaron a venir muchísimos ingleses. Esa nota nos visibilizó e hizo que otros medios internacionales se acercaran, como el Wall Street Journal, el New York Times, O Globo, Folha… Entramos en un circuito de restaurantes que visitaban los periodistas gastronómicos mundiales. Lo más gracioso es que nunca nos enteramos quién fue la periodista que vino, pero nos cambió la realidad.
–¿Fue una decisión seguir buscando esa visibilidad?
–Lo que nos pasó en ese momento fue que empezamos a entender el valor de mostrar un concepto en gastronomía –y no lo entendí yo, sino que hubo un efecto en el mundo que empezó con el Bulli–. Acá tuvimos una persona, la más importante de la cocina en América, que es Gastón Acurio, que al mostrar la cocina del Perú transformó su país y la mirada que el mundo tenía sobre este. Hoy todo el mundo piensa que un peruano es un cocinero. Lo hizo con una herramienta que es la cocina popular, y el mundo empezó a entender que debía respetar las cocinas populares. Y nosotros somos cocina popular, somos la parrilla. Pensamos que la Argentina se merecía también el respeto de su cocina en el mundo, e intentamos presentarla de la mejor manera. Lo mismo que pasaba con los vinos argentinos, pasaba con la parrilla: siempre le bajaban el precio, porque lo bueno era lo europeo. Bueno, eso empezó a cambiar a partir de 2012, 2013, que lo nuestro empezó a valer, pero había que mostrarlo de la mejor manera. Nosotros emprendimos ese camino, nos tocó por una cuestión temporal, ese fue “el” momento en Latinoamérica.
–¿Cómo fue ese trabajo de dar visibilidad?
–La nota de The Guardian nos puso en el foco de la conversación de los periodistas gastronómicos internacionales y entrás en un lugar donde te empiezan a observar. Se genera un circulo virtuoso en el que la gente te empieza a visitar y otros cocineros empiezan a invitarte; las redes sociales ayudaron un montón. Pero todo tiene un gran componente de fortuna y de casualidad. Empezamos a ir a congresos de gastronomía a aprender, pero también par a mostrar y contar lo que estaba pasando en Argentina.
–¿Te genera presión el mantenerte en un ranking?
–Primero, la presión es un privilegio que como equipo tenemos que disfrutar: tenemos la fortuna de sentir esa presión. Segundo, que ser número uno, tener un premio o estar en un ranking no me define como gastronómico. Es un momento, una foto. A mí me define poder dormir a la noche después de haber hecho todo lo posible para sacar adelante un problema que tuvimos en el servicio o en los diversos proyectos que tenemos. El resto es consecuencia. Además, se que voy a dejar de estar ahí, porque tipos que son muchísimo más importantes que nosotros dejaron de estar.
–¿Qué adrenalina te genera el momento de una ceremonia de premiación como los 50 Best?
–Es una experiencia espectacular. Yo lo vivo como un momento divertido, de alegría y de sorpresa. Imaginate la sorpresa que nos generó ganar sabiendo que en ese ranking hay cocineros y restaurantes que, por usar términos automovilísticos, son de otra categoría. Son Fórmula 1, y nosotros somos un auto de turismo carretera. Estamos muy felices de ser lo que somos: si ganamos, bárbaro, pero si no ganamos no pasa nada. Sí tenemos, como todos, esas ganas de que el mejor restaurante sea de tu país, porque sabés la tracción que genera eso para la gastronomía. Y ahí sí, querés estar lo más cerca posible del número uno.
–En este caminom ¿qué fracasos recordás?
–Un montón. ¡Creo que soy experto en fracasos! No se notan porque a veces las cosas que salen bien les pasan por arriba. Pero te digo que soy una persona muy limitada. Me llevó 20 años armar mi segundo restaurant. Y en esos 20 años imagínate cuántas veces fracasé en el intento de tener uno nuevo. Por otro lado, creo que mis limitaciones me han hecho una persona sumamente insistente y persistente: entendí que no hay que bajar los brazos y darle para adelante. Así funciono. Y ese límite me ordena bastante. Además, también tengo un gran margen de mejora.
–Atravesaron muchas crisis en estos años, ¿alguna vez pensaste en cerrar?
–Nunca jamás se me cruzó por la cabeza no seguir. Ahora, hubo momentos muy difíciles. Me acuerdo del 2001, en que no venían clientes y fuimos de los primeros en aceptar patacones de la provincia de Buenos Aires. Un cliente publicó en una pizarra del Ministerio de Justicia de la provincia que aceptábamos, y todos los que cobraban patacones empezaron a venir al restaurante. El problema es que después los proveedores nos tomaban los patacones por menos valor, y ya no tenías margen.
Después, durante la crisis del campo, en un momento no teníamos carne, nos quedaba solo un corte y ya no sabíamos que vender. Y finalmente en la pandemia fue durísimo, porque el asado es un producto que no lo podés vender para llevar. Fue realmente muy complejo, pero en ninguna de estas situaciones pensé en cerrar.
–¿Cuáles son hoy tus proyectos?
–Hoy estamos trabajando en una línea de investigación con el Conicet sobre la maduración de la carne. Estamos también con el desarrollo de la Comarca Productiva Don Julio, que es nuestro espacio en Capilla del Señor, donde tenemos producción ganadera, de huevos, corderos, huerta, y miel para los restaurantes. Y estamos empezando nuestra producción secundaria, que es un tambo, una fábrica de queso y una fábrica de dulces y conservas. Con el sueño de que si todo sale bien y la economía general mejora, podamos agregarle hospitalidad.
Por otro lado, pronto estamos abriendo un nuevo proyecto en el barrio.
–¿No se puede spoilear nada?
–Aún no.
Por Sebastián A. Ríos
Fuente Lanacion