A los 36 años y jugando una exhibición con Djokovic, el tandilense emocionó a todos en un simbólico cierre de carrera; “aunque llore, les prometo que me voy feliz”, dijo
De habérselo propuesto, Juan Martín del Potro pudo haber escrito una detallada tesis sobre resiliencia merecedora de un premio académico. Su caso -deportivo, emocional- es digno de un estudio profundo. ¿Cómo es posible que un atleta tan movilizante, con poderes para hacerle daño a los más talentosos del mundo, haya zozobrado tanto por aguas oscuras y agitadas y, sin embargo, lograra salir a flote para volver a brillar, una y otra vez? Entre las cirugías de muñeca derecha e izquierda y rótula derecha, el tandilense padeció una inactividad de cinco años y medio. Cinco años y medio en una carrera profesional de dieciséis; demasiado dolor. Así y todo, se las ingenió para romper cadenas. Se elevó como el tenista más trascendente de la historia argentina después de Guillermo Vilas.
Durante su carrera, Del Potro se hizo compinche de la épica; coqueteó con ella, le agradó su sabor, aunque a veces empalagara. En medio de situaciones espinosas (depresivas) halló soluciones para renovarse. Es más: muchas veces se sintió a gusto viniendo desde atrás, tomando impulso cuando (casi) nadie lo advertía. Pero semejante esfuerzo, durante tanto tiempo, lo desgató, hasta que no tuvo más energía. En 2018, después de alcanzar el número 3 del ranking, hizo cálculos y se convenció de que en unos meses llegaría al N° 1, su sueño de la infancia serrana. Pero se trastabilló jugando en China y se rompió la rodilla. La lesión, inusual en el tenis, terminó con su carrera. Se quedó sin combustible y, ya sin la coraza con la que siempre se había blindado, se dio cuenta de que ese superhéroe con raqueta no era infalible. Sufrió un temblor muy fuerte.
“Mi retiro fue forzado; no fue deseado ni buscado”, le dijo a LA NACION hace unas semanas, en un reportaje en el que se mostró más frágil que nunca. “Me creía una persona bien parada para afrontar cualquier cosa que se me pusiera en el camino, pero la verdad que en este último tiempo aprendí que… ‘¿Saben qué? No soy tan fuerte como creía o ustedes me veían. ¿Y saben qué? Sí, lloro y no duermo y tengo ansiedad y a veces estoy deprimido’. Y de repente hago más terapia de la que tenía que hacer porque no soy tan capaz de sobreponerme a ciertas cosas de la vida”, descubrió Del Potro en la misma entrevista.
El último partido oficial de Del Potro, el 8 de febrero de 2022, por la primera ronda del ATP de Buenos Aires (derrota ante su amigo Fede Delbonis), fue demasiado angustiante para semejante crack. Por eso, internamente, Juan Martín necesitaba un último show, una última noche en la que pudiera bailar, sonreír, también llorar, pero nutrirse del cariño que cultivó y cerrar un círculo (para siempre). Cuando en marzo pasado compartió una mesa en Miami con Novak Djokovic, Del Potro le reveló sus dificultades actuales y le confesó su deseo: jugar un partido más, en Buenos Aires y con él (no había plan B). El más ganador de todos los tiempos, con una agenda atiborrada de compromisos, aceptó enseguida. El lugar del partido fue el Parque Roca, en el sur de la Ciudad, escenario de viejas y fuertes emociones para Del Potro en la Copa Davis (con un puñado de alegrías y, también, momentos de gran tirantez).
Desde que Nole le confirmó la visita a Buenos Aires, el campeón del US Open 2009 se mentalizó para tratar de entrenarse y bajar de peso. En la medida que la rodilla maltrecha se lo permitió, fue aligerando los ensayos. Durante la última semana estuvo más ansioso que nunca. “Full nervios”, fue el mensaje de WhatsApp que le respondió a allegados. En este tiempo se entrenó en el Tenis Club Argentino, en Palermo, a veces con el entrenador Sebastián Prieto y otras con Mariano Hood, pieza del cuerpo técnico de Daniel Orsanic en la conquista de la Ensaladera 2016. Sintió cosquilleos, como si fuera a jugar la final de un torneo importante.
Claro que en “El último desafío”, como se bautizó el partido con Djokovic, lo que menos importaría sería el resultado. Con 36 años, Del Potro necesitaba una caricia más en el court en lugar de llorar desconsolado, como aquella noche de verano en el Buenos Aires Lawn Tennis. Estaba hambriento por oír el “Olé, olé, olé, olééé, Delpooo, Delpooo” una vez más. Necesitaba desahogarse, rugir y pegar un puñado de drives y saques a toda velocidad (por momentos pareció que el tiempo no había pasado).
Lució una rodillera de neoprene en la pierna derecha. Lo arroparon su mamá, Patricia (en el día de su cumpleaños), y su hermana, Julieta. Lo acompañaron antiguos amigos de Tandil y otros ganados en el camino. Y también estuvo Gaby Sabatini, alma sensible si las hay. “Hace un tiempo yo me tenía que operar, ella me llamó y me dijo que se tomaba un avión y que me iba a acompañar hasta que me recuperara”, contó Del Potro, sin evitar derramar unas lágrimas al invitarla, en medio del partido, a jugar unos games (también a Gisela Dulko). Djokovic, que entendió de que se trataba el asunto desde el mismísimo momento en el que escuchó hablar a Juan Martín durante la cena de marzo en Miami, acompañó el show, derramando su calidez.
Terminado el partido, Del Potro colgó la vincha en la red, como emblema del final. “Sepan que por más que me vean triste termino mi carrera de la mejor manera soñada y me voy feliz; aunque llore, les prometo que me voy feliz. Muchas gracias por todos estos años. ¡Adiós!”, expresó Juan Martín, desde las entrañas, con micrófono en mano, en su emotivo discurso de cierre. Se apaga un súper crack de esos que aparecen cada 20, 30 años.
Simbólicamente, ahora sí: es el punto final para una carrera tan extraordinaria como accidentada. En los próximos años, seguramente, Del Potro será elegido para el Salón Internacional de la Fama del Tenis, en Newport; reúne los requisitos para estar allí, por títulos y conducta deportiva. El superhéroe con raqueta (con martillo, en realidad) se quitó la capa para siempre. Ya puede estar tranquilo y de aquí en más, con mayor tiempo libre, empezar a garabatear la tesis sobre resiliencia; muchos aprenderían de su gran ejemplo.
Por Sebastián Torok
Fuente Lanacion