Urnas que hablaron tras las fallas de las gestiones anteriores. La victoria de Javier Milei golpeó a los partidos tradicionales como un huracán inesperado y los dejó en una posición que, aún hoy, les resulta incierta.
Apenas pasaba el mediodía del domingo 9 de noviembre de 2023, y el aire estaba cargado de electricidad debido al balotaje presidencial. Desde cada rincón del país llegaban datos extraoficiales como si fueran gritos en mitad de un estadio lleno: “Córdoba está arriba del 70%”, “Buenos Aires está peleado”, “Tucumán lo tiene ganado”. La maquinaria de las urnas, aún sin abrir, ya anunciaba su veredicto. Javier Milei, el hombre del pelo revuelto y las teorías incendiarias, se perfilaba como el próximo presidente de Argentina.
En el búnker de La Libertad Avanza, el ambiente era una paradoja: la calma antes del estallido. Los teléfonos sonaban, los mensajes pasaban de mano en mano, pero los rostros no mostraban más que un control nervioso. En el lado opuesto, en el centro de operaciones de Sergio Massa, el silencio era de plomo. La derrota se colaba por las grietas, y todos lo sabían. La noche anterior, Massa había reunido a su equipo y, con el semblante del que se sabe en el último asalto, les confesó que los números no mentían: el final estaba escrito.
Massa había logrado una hazaña, pero a medias. Con un partido desgastado por la gestión de Alberto Fernández y la carga de ser ministro de Economía en un país en picada, llevó al peronismo a la segunda vuelta. Pero del otro lado estaba Milei, un huracán que prometía arrasar con todo: instituciones, tradiciones, e incluso con la esperanza. Su discurso extremista había calado profundo en una ciudadanía cansada de promesas rotas. La “ola violeta” no pedía permiso ni daba explicaciones.
El caos después del caos
Cuando las urnas hablaron, lo hicieron en un tono demoledor. Con un 55,7% en el balotaje, Milei arrasó al peronismo y, de paso, a la alianza opositora más tradicional: Juntos por el Cambio. Los votos de Patricia Bullrich, recogidos como escombros después de la primera vuelta, consolidaron una victoria que no dejó piedra sobre piedra. La alianza entre el PRO y la UCR estalló en mil pedazos, y dejó a Bullrich dentro del gabinete libertario y a Mauricio Macri en una esquina, mascando bronca.
Macri había apostado fuerte por Milei, pero el romance político se enfrió tan rápido como empezó. Mientras Macri masticaba su frustración, Bullrich aprovechaba su cuota de poder para mover piezas. En el tablero amarillo, las fichas se reordenaron con una brutalidad quirúrgica: Macri recuperó el mando del PRO, sacó a Bullrich del juego interno y marcó distancia.
Del otro lado, el peronismo no encontraba ni el norte ni el sur. Cristina Kirchner, en su eterno rol de estratega, retomó las riendas con un peronismo herido pero no muerto. El movimiento perdió gobernadores, diputados y hasta un poco de su alma. Algunos líderes provinciales desertaron hacia las filas libertarias, mientras otros optaron por atrincherarse. Ricardo Quintela quedó fuera de la jugada, y Cristina volvió a apostar por el núcleo duro del kirchnerismo, al dejar de lado cualquier intento de moderación.
Sergio Massa, en tanto, eligió el silencio. Calculador experimentado, esperaba el derrumbe temprano de Milei, seguro de que las políticas del nuevo gobierno no sobrevivirían la primera tormenta. Pero la tormenta no llegó, y Massa quedó atrapado en la inercia de su propia expectativa. El libro que iba a presentar en la Feria del Libro quedó relegado al olvido, una metáfora de su relevancia en el nuevo panorama político.
Los fragmentos del sistema
El radicalismo, otro de los viejos pilares, intentó encontrar sentido en un mundo que ya no entendía. Con cinco gobernaciones bajo el brazo, el partido osciló entre el combate frontal contra Milei y el pragmatismo de sentarse a negociar. Martín Lousteau, al frente del partido, trató de delinear una estrategia que, hasta ahora, no pasó de ser un boceto: el enemigo ya no era el kirchnerismo, sino el libertarismo. Mientras tanto, un grupo de radicales prefirió alinearse con el gobierno, ganándose el apodo de “radicales con peluca”.
El caos también dejó su marca en el PRO. Lo que parecía una alianza natural con el gobierno libertario se transformó en una relación incómoda. Macri sabe que su capital político se diluyó en la “ola violeta”, pero también sabe que Milei necesita su base para sostenerse. En público, ambos intentan mostrar armonía. En privado, la tensión se corta con cuchillo.
A un año de aquella jornada de noviembre, las piezas siguen cayendo como en un dominó interminable. El sistema político argentino, acostumbrado a los giros bruscos, ahora enfrenta un cambio de era. Milei, con sus promesas de ajuste y su cruzada contra la “casta”, gobierna un país que lo observa con una mezcla de temor, esperanza y desconcierto.
Fuente Perfil