Mascotas antiguas: explorando la conexión humano-animal a través de la Antrozoología

Mascotas antiguas: explorando la conexión humano-animal a través de la Antrozoología

Descubre cómo la antrozoología desentraña los lazos milenarios entre humanos y animales en un extracto exclusivo del libro ‘Antrozoología’, escrito por John Bradshaw y publicado por Pinolia.

Desde tiempos inmemoriales, los animales han sido compañeros constantes en la odisea humana. La antrozoología, una disciplina científica emergente, se dedica a estudiar esta relación simbiótica, buscando respuestas en la intersección de la conducta animal y la psicología humana. Este campo de estudio no solo examina cómo interactuamos con nuestras mascotas en el presente, sino que también indaga en cómo estos vínculos han evolucionado y se han entrelazado con nuestra propia evolución como especie.
La relación entre humanos y animales es compleja y multifacética. No se limita a la domesticación de especies para la agricultura o la compañía; es una conexión que ha influido en aspectos culturales, emocionales y biológicos de nuestra existencia. Los animales han sido deidades, símbolos de estatus, protectores, y más recientemente, miembros valorados de nuestras familias. Pero, ¿qué nos impulsa a integrar a estos seres en nuestras vidas, a menudo a un costo significativo de tiempo y recursos?
La antrozoología sugiere que la respuesta yace en la coevolución. A medida que los humanos evolucionaron, ciertas especies animales se adaptaron para vivir junto a nosotros, desarrollando una relación mutualista. Los perros, por ejemplo, evolucionaron a partir de lobos que se beneficiaron de la cercanía humana, y a cambio, ofrecieron compañía y protección. Esta relación ha dejado huellas en nuestro ADN, influenciando incluso la neuroquímica de nuestro cerebro. La oxitocina, conocida como la ‘hormona del amor’, se libera tanto en humanos como en perros durante interacciones positivas, fortaleciendo el vínculo emocional.
La antrozoología también aborda cómo nuestras mascotas afectan nuestra salud y bienestar. Estudios han demostrado que la presencia de mascotas puede reducir el estrés, mejorar la salud cardiovascular y aumentar la longevidad. En un mundo cada vez más aislado por la tecnología, las mascotas nos ofrecen una conexión tangible con el mundo natural y un recordatorio de nuestras raíces ancestrales.
Sin embargo, esta ciencia también nos advierte de las responsabilidades que conlleva esta relación. El bienestar animal debe ser una prioridad, y la antrozoología trabaja para entender mejor las necesidades y comportamientos de nuestras mascotas para mejorar su calidad de vida. Esto incluye reconocer su capacidad para sentir dolor, alegría, miedo y amor, y responder a estas emociones de manera ética y compasiva.
En última instancia, la antrozoología no solo busca entender cómo los animales han moldeado nuestra historia y psicología, sino también cómo podemos proteger y preservar estas relaciones para las futuras generaciones. Al hacerlo, no solo salvaguardamos a nuestros compañeros animales, sino que también protegemos una parte esencial de lo que significa ser humano.
La antrozoología nos enseña que nuestra relación con los animales es un reflejo de nuestra humanidad. A medida que avanzamos hacia el futuro, es imperativo que recordemos y respetemos los lazos que nos unen a estas criaturas, que han sido y seguirán siendo, una parte integral de nuestra historia y nuestra identidad.
¿Quieres descubrir más? No te pierdas en exclusiva un extracto del primer capítulo del libro Antrozoología, publicado recientemente por la editorial Pinolia, y escrito por el biólogo y zoólogo John Bradshaw, uno de los mayores expertos mundiales en comportamiento animal.
Mascotas antiguas, escrito por John Bradshaw
Quizás nunca sabremos cuándo nuestros antepasados se convirtieron en algo más que simples cazadores y empezaron a entablar relaciones duraderas y personales con determinados animales. El registro arqueológico solo puede remontarnos 12 000 años atrás, hasta el primer enterramiento conocido de un perro con su amo, en lo que hoy es el norte de Israel. Pero este can fallecido hace tiempo no fue seguramente la primera mascota, aunque los perros fueran los únicos animales domesticados en aquella época. Mucho antes, si nos atenemos a los hábitos de las sociedades cazadoras-recolectoras del siglo XX, nuestros lejanos antepasados tomaron animales de muchas clases de la naturaleza y los criaron para que vivieran con las personas. Por tanto, nuestra capacidad de comprender y sentir afecto por los animales debe de ser un rasgo muy antiguo que probablemente surgió cuando nuestros cerebros evolucionaron a su forma actual, hace entre 50 000 y 30 000 años. Si esto es cierto, la tenencia de animales de compañía forma parte intrínseca de lo que es ser humano, por lo que deberíamos ser capaces de rastrear algún hilo conductor en esta práctica que trascienda tanto el tiempo como la cultura. Sin embargo, la historia documentada de la tenencia de animales de compañía solo puede contarnos la mitad de la historia. Como la bruma del tiempo oscurece sus orígenes, al buscar su esencia me centraré inicialmente en las muchas similitudes entre las relaciones con animales individuales en culturas contemporáneas por lo demás muy diferentes, que van desde los relictos cazadores-recolectores de la Amazonia hasta los miembros de la alta sociedad de Manhattan.
No tenemos pruebas directas de que los pueblos anteriores al 10 000 a. C. tuvieran animales de compañía. Entre los animales que tenían los cazadores-recolectores debía de haber especies salvajes domesticadas, lo que dejaría pocas pruebas arqueológicas: sus restos serían imposibles de distinguir de los de animales sacrificados para la alimentación o mantenidos con otros fines, tal vez, rituales.
Como no tenemos pruebas del pasado prehistórico, debemos recurrir a las del siglo pasado. Un número notable de sociedades de cazadores- recolectores y horticultores a pequeña escala que persistieron en los siglos XIX y XX en zonas remotas del mundo —Amazonia, Nueva Guinea, el Ártico y otros lugares— nos permiten conocer los comportamientos de las primeras sociedades de la Edad de Piedra. Podemos empezar preguntándonos si los cazadores-recolectores ya tenían animales de compañía cuando fueron documentados por primera vez, antes de que tuvieran tiempo de adquirir el hábito de Occidente. Si lo hacían, al menos sabremos que la tenencia de animales domésticos es compatible con ese estilo de vida y, por tanto, podremos suponer con razonable seguridad que nuestros antepasados preagrícolas también los tenían.
Resulta que muchas sociedades paleolíticas a pequeña escala tenían algún tipo de mascota: a veces perros, pero sobre todo animales salvajes domesticados, capturados cuando eran jóvenes y criados como parte de la familia humana. Los nativos americanos y los ainu del norte de Japón tenían cachorros de oso; los inuit, cachorros de lobo; los cochimí de Baja California, mapaches; las sociedades indígenas amazónicas, tapires, agutíes, coatíes y muchos tipos de monos; los muiscas de Colombia, ocelotes y margays (dos especies locales de felinos salvajes); los yaguas de Perú, perezosos; los dinka de Sudán, hienas y monos; los nativos de Fiyi, zorros voladores y lagartos; los penanes de Borneo, osos sol y gibones.
A esta lista de animales de compañía podemos añadir un sinfín de especies de aves, apreciadas como mascotas desde Brasil a Malí, pasando por China. Muchas tienen un plumaje especialmente brillante, como los loros, los periquitos y los cálaos; otras, como el bulbul, cantan. La selección de algunos —como los casuarios, grandes aves no voladoras, apreciadas por los habitantes originales de Nueva Bretaña (parte de Nueva Guinea), y las palomas mantenidas como mascotas en Samoa— parece haber sido más arbitraria. Hoy en día, la disponibilidad de animales domésticos occidentales ha reducido parte de esta diversidad, pero las sociedades tradicionales, desde los toraja de las montañas de Indonesia hasta los tiv de África Occidental, siguen atesorando animales de compañía.
Aunque las culturas tradicionales tienen una variedad extraordinariamente amplia de animales, un estudio reciente de sesenta de estas sociedades revela que los perros y los gatos son, sin embargo, los más omnipresentes. Está claro que esta preferencia no es tradicional en la mayoría de los casos, ya que perros y gatos llegaron a la mayor parte del mundo muy tarde. Es casi seguro que el perro fue domesticado (a partir del lobo euroasiático) por una o, posiblemente, varias sociedades de cazadores-recolectores varios miles de años antes de la aparición de la agricultura y que luego se extendió gradualmente por gran parte del planeta. Sin embargo, los perros eran desconocidos en algunas partes de Sudamérica (por ejemplo) hasta su llegada con los exploradores europeos, momento en el que desplazaron rápidamente al «perro de Aguara» local, un zorro domesticado mucho menos adiestrable. Así pues, la cría de perros puede remontarse a más de diez milenios en algunas sociedades, como la de los saami de Finlandia, pero solo a un par de cientos de años en otras. Los gatos, domesticados hace menos de 10 000 años en Oriente Próximo, son menos versátiles y habrían aparecido más recientemente que los perros en la mayor parte del mundo. La mayor prevalencia de los perros en las sociedades tradicionales estudiadas refleja esta cronología. Los perros aparecen en cincuenta y tres de las sesenta sociedades estudiadas, mientras que los gatos solo aparecen en la mitad. Dado que tanto los perros como los gatos tienen usos prácticos además de la compañía, su estatus no siempre es fácil de determinar, dadas las barreras culturales y lingüísticas que a menudo existen entre los investigadores occidentales y los pueblos tradicionales. La encuesta reveló que aproximadamente un tercio de los grupos en los que había perros los trataban como mascotas; otro tercio no los veía con afecto, sino que simplemente los utilizaba como guardianes o para algún tipo de trabajo. Como era de esperar, los grupos que tenían gatos los consideraban útiles para el control de alimañas, por lo que dos de cada tres sociedades de este tipo esperaban que encontraran su propia comida. En las demás, sin embargo, ciertos individuos («propietarios») alimentaban de forma deliberada al menos a algunos de los gatos y los trataban como mascotas. Lo mismo ocurre con otras especies domésticas. Aproximadamente una de cada diez culturas tenía cerdos, caballos u otro tipo de mamíferos ungulados (vacas, camellos, búfalos de agua, ovejas) como mascotas; por supuesto, muchas más tenían estas especies como mero ganado.
Aunque están muy extendidos en estas sociedades tradicionales, los gatos, perros y otros animales domésticos familiares representan solo una minoría de la amplia gama de especies que se tienen como mascotas. El estudio registró muchos tipos de mamíferos domesticados, como primates de diversos tipos, zorros, osos, perritos de las praderas y ardillas de tierra. Más de una cuarta parte de las sociedades también tenían aves, aún más variadas que los mamíferos, como águilas, cuervos, loros, guacamayos, halcones y palomas. Aunque evidentemente se valoraban por su aspecto, la mayoría de las especies de aves tenían una inteligencia superior a la media (para las aves). Muchas establecieron relaciones duraderas con los humanos: por ejemplo, los yanomami de Sudamérica enseñaron a hablar a sus loros. En general, las aves servían más obviamente como mascotas que la mayoría de los mamíferos: casi todas recibían la mayor parte de la comida que necesitaban y muchas funcionaban como juguetes para los niños. Los peces son la única clase de animales domésticos que falta casi por completo en las sociedades tradicionales, presumiblemente porque para apreciarlos se necesita cristal para los acuarios. Una excepción: los polinesios de Samoa capturaban y luego domesticaban anguilas, las mantenían en agujeros en el suelo y silbaban para llamarlas a la superficie (dada la popularidad actual de los estanques de jardín, un renacimiento de esta práctica podría ser divertido).
En general, parece que la mayoría de estas sociedades están (o, hasta hace muy poco, estaban) mucho más integradas físicamente con los animales que nosotros en la actualidad. No es de extrañar, dado que muchas de ellas siguen dependiendo para su subsistencia de un profundo conocimiento del comportamiento de los animales que las rodean. Pero, sorprendentemente, las relaciones entre los humanos y los animales en estas sociedades a menudo van mucho más allá de lo puramente utilitario. Tratan a la mayoría de los animales que tienen en casa con gran consideración y amabilidad.
Por supuesto, nos resulta tentador contemplar estas relaciones entre humanos y animales a través de la lente de nuestra propia cultura de mascotas del siglo XXI y suponer una continuidad entre la tenencia de mascotas «entonces» (en las sociedades «paleolíticas» modernas) y ahora (en el Occidente industrializado). Aunque las relaciones entre humanos y animales dentro de estas tradiciones nos resulten sorprendentemente familiares, también muestran algunas profundas disimilitudes.
Para examinar las diferencias entre las mascotas modernas y los antiguos animales de compañía, debemos alejarnos de las generalidades y examinar casos individuales. Uno de los mejor estudiados es el de los guajá, una sociedad de cazadores-recolectores del estado de Maranhão, en el noreste de Brasil, famosa por tener un gran número de monos de compañía, una tradición que sus miembros se han resistido a abandonar, a pesar de que ahora saben que los monos actúan como reservorios de tuberculosis y, por tanto, suponen una amenaza real para la salud humana.
Los orígenes de esta tradición no son fáciles de determinar, dada la enrevesada historia reciente de los guajá. Su estilo de vida actual es probablemente consecuencia, directa o indirecta, de la colonización europea. En esto no son únicos: muchas de las llamadas sociedades primitivas que existen en la actualidad sobrevivieron emigrando lejos de los colonizadores, evitando así ser esclavizados o diezmados por enfermedades occidentales, como el cólera y la viruela, a las que no tenían resistencia natural. En el siglo XVIII, los guajá probablemente se dedicaban a la horticultura y vivían en zonas ahora ocupadas por otras tribus y personas de ascendencia europea. Es posible que incluso fueran esclavizados por los portugueses durante un tiempo, antes de emigrar hacia el este y volver necesariamente a un estilo de vida nómada. Obtienen gran parte de sus proteínas de la caza, alimentándose de pecaríes salvajes (el equivalente en el Nuevo Mundo del jabalí euroasiático) durante todo el año, de pescado en la estación seca y de monos, principalmente el mono aullador, en la estación húmeda.
Los hombres recogen a sus monos mascota durante la caza. Cuando matan a una hembra adulta —un aullador o, con menos frecuencia, un saki de barba negra, un mono lechuza o un tamarino— intentan capturar a cualquier cría dependiente y llevarla al poblado. Allí, entregan el mono a una de las mujeres, que decide si lo mata y se lo come o se lo queda como mascota. Si elige esta última opción, el monito recibe cuidados diligentes, tras lo cual se convierte en tabú hacerle daño o matarlo y comérselo, incluso si, como ocurre a menudo, hiere a personas una vez que ha crecido hasta la edad adulta. La palabra guajá para «mono mascota» se asemeja a la de «niño» y es muy distinta de la utilizada para describir otras mascotas, que incluyen coatíes, guatusas, pecaríes y tortugas (también tienen perros domésticos, que aunque son valorados como guardianes, supuestamente «carecen de alma» y a menudo sufren tratos crueles).
Lo más sorprendente es que las mujeres más jóvenes de la tribu amamantan a las crías de mono, a menudo junto a sus propios bebés. A medida que los monos jóvenes maduran, las mujeres premastican su comida, lo que les permite tomarla de la boca. Las mujeres guajá llevan a los monos a todas partes, y la mujer más anciana de una familia puede pasearse con tres o cuatro monos jóvenes enredados alrededor de los hombros y la cabeza. La devoción de los guajás por los monos tiene un coste importante. Normalmente, el número de monos de una aldea equivale aproximadamente al de humanos, por lo que consumen una cantidad considerable de alimentos. Además, a medida que envejecen, la mayoría se vuelven pesados e incómodos de transportar, sobre todo los aulladores, que pueden pesar más de diez kilos. Pueden volverse agresivos, posiblemente como consecuencia de la escasa socialización debida a su orfandad. Por eso las mujeres guajá rara vez llevan monos adultos, a los que mantienen atados. Tarde o temprano, la mayoría escapan y regresan a la naturaleza.
¿Cómo caracterizar la relación entre una mujer guajá y sus monos? Aunque intenso, hasta un punto insuperable en Occidente, el vínculo es menos poderoso en otros aspectos: en particular, no dura toda la vida del animal. A la mayoría de los dueños de perros modernos, por ejemplo, no se les ocurriría abandonar a Fido en cuanto llegara a la edad adulta. Pero las mujeres guajá destierran a los monos cuando sus simpáticas, portátiles y cariñosas mascotas se convierten en adultos pesados y gruñones. La relación también difiere en otros aspectos. Está explícitamente marcada por el género: aunque los hombres pueden tener otras mascotas, rara vez adoptan monos. Los monos también parecen tener una función decorativa para las mujeres, que los «llevan», casi como una forma de arte corporal. Y parece tener un componente competitivo, ya que las mujeres de más edad —los guajá son una sociedad matriarcal— tienden a llevar más monos.
¿Qué función cumplen los monos? En un sentido, la relación no es utilitaria: los monos salvajes se comen con regularidad, pero es tabú comerse un mono de compañía. Pero en otro, puede que sí: los monos jóvenes pueden desempeñar una función educativa. Al crecer con monos de varias especies, los chicos aprenden los hábitos y comportamientos de una presa importante. Los niños reciben pequeños arcos y flechas cuando aún son muy jóvenes y, a pesar de la prohibición de matarlos, utilizan a los monos como mascotas para practicar tiro al blanco (la educación de los niños entre los guajá es, para nuestros estándares, notablemente laissezfaire). Las niñas pospúberes reciben monos para que los cuiden antes de tener sus propios hijos, quizá para inculcarles valiosas habilidades de crianza.
Los guajá parecen equiparar a las crías de mono con sus propios hijos, antropomorfizándolas incluso más que nosotros a nuestros perros «de bolso». Por ejemplo, alimentan a sus monos de compañía con la misma dieta que ellos comen, incluida la carne de mono, aunque los guajá saben perfectamente que esa no es la dieta natural de los monos.
Sus perros, en cambio, se alimentan con lo que tienen a mano y tienen que buscar comida constantemente, incluidos los restos que dejan los monos. En esto, los guajá se parecen mucho a nosotros, que damos prioridad a una especie sobre las demás. De vez en cuando damos migas de pan a palomas y ardillas, pero reservamos el filet mignon para nuestros cocker spaniels.

Fuente: https://www.muyinteresante.com/mascotas/64959.html