Cuando era chiquito, vivía en un departamento en un barrio del norte de la ciudad de Buenos Aires. Casi todos los días, salía a jugar a la calle con mis vecinos, que nos habíamos hecho muy amigos.
Jugábamos a la pelota en la vereda, andábamos en bicicleta, hacíamos competencias de carreras y jugábamos a las bolitas y a las figuritas toda la tarde. Nuestro momento de diversión terminaba cuando sentíamos desde la puerta de nuestras casas, a la mamá de cada uno, llamarnos a tomar la leche. Eso significaba que debíamos ir a tomar la merienda, y ponernos a hacer los deberes del colegio, que debíamos llevar a la escuela, al día siguiente.
Y verdaderamente, la pasábamos muy bien, re divertidos.
Y esto ocurría durante todo el año, casi todos los días, salvo………cuando llovía.
Uf!. Cuando llovía no podíamos salir a jugar, porque nos mojábamos. Y había algunas veces, que llovía dos o tres días seguidos. ¡Qué macana! decía mi vecino de al lado, que también se quedaba dentro de su departamento.
Una tarde de intensa lluvia, mi mamá me vió que estaba con cara de aburrido. Se acercó con un papel de un diario y me dijo: «¡Qué te parece si te enseño a hacer barquitos con papel! Al principio pensé que sería aburrido, pero cuando comenzó a doblar la hoja para un lado, para el otro, haciendo un cuadrado que después se hacía un triángulo que luego era otro cuadrado, empecé a entusiasmarme.
¿Cuándo terminaría de hacer tantos dobleces sobre dobleces? pensaba.
Hasta que, al finalizar, hizo unos movimientos con sus manos, que para mí fueron como mágicos y de esa cantidad de papel de diario doblado, apareció un lindo barquito de papel.
¡Buenísimo ma! dije con alegría. Tenía mi barquito de papel.
«Ponete el impermeable, las botas de goma, agarrá un paraguas, y vamos afuera para ver si flota en la cuneta de la calle» dijo mi mamá, que ya se estaba poniendo una campera impermeable.
Salí lo más rápido que las botas de goma me dejaban, y llegamos hasta la cuneta de nuestra calle, donde corría mucha agua, con torrentes fuertes por momentos, yendo todo rumbo a la alcantarilla de la esquina.
Puse mi barquito sobre el agua, y sí, flotaba.
Vi como la fuerza del agua lo llevaba hasta la alcantarilla, donde antes de llegar lo agarraba y volvía corriendo a la otra punta de la cuadra, donde lo volvía a poner desde el comienzo, viéndolo navegar por el agua torrentosa que parecía un océano embravecido.
¡Ahora sí que no me voy a aburrir más los días de lluvia! le conté a mi papá cuando llego a la noche de la oficina.
Esa noche, me dormí pensando en los barquitos que iba a fabricar los días de lluvia y como nos íbamos a divertir con mis amigos.
Luego, hubo muchos días de sol, con nuestros juegos al fútbol, la bici y todo lo demás que hacíamos esos días.
Pero cuando volvió a llover, ya tenía preparado un barco de papel especial, mucho más grande.
Fuimos con mi vecino hasta la vereda, lo pusimos sobre el agua, y raudamente comenzó a navegar contra viento y marea. Yo era el Capitán del barco y mi vecino el marinero. Veníamos navegando contra la corriente, cuando avistamos un barco enemigo.
Era un barco pirata inmenso, que se venía contra el nuestro para atacarnos.
«Marinero rápido a babor» dije en tono autoritario, sin saber lo que significaba eso, ya que lo había escuchado en una película de piratas y me pareció que sonaba bien.
«Si mi capitán» respondió mi vecino, el marinero.
Los barcos llegaron a estar frente a frente. Los piratas querían abordarnos, nosotros no los dejaríamos. Hicimos un giro rápido y poniendo los cañones mirando hacia el barco enemigo, lanzamos una cantidad de balas impresionante, dando de lleno en la embarcación enemiga, hundiéndose lentamente.
«Hurra, hurra» gritábamos alborozados con mi amigo, mientras saltábamos abrazados y dando vueltas sobre nosotros mismos.
Qué día espectacular. Que aventura maravillosa.
Y así ocurrió cada vez que llovía. Íbamos a la vereda, poníamos nuestro barco en la cuneta y navegábamos mares y océanos nunca antes conocidos.
Hasta que una tarde lluviosa de otoño, cuando estábamos en plena navegación rumbo hacia las Indias, apareció Toto, el chico malo del barrio.
¿A que habrá venido? me pregunté. ¿Querrá jugar con nosotros? dijo mi vecino.
Toto vino corriendo hasta nosotros y abalanzándose sobre el barco, lo agarró con sus manos, y apretujándolo, lo dejó hecho un bollo.
El agua lo fue llevando así, hecho una pelotita, hasta que se perdió dentro de la alcantarilla.
«Ja JaJa» reía a carcajadas Toto. «Que valientes tus marineros» decía burlonamente. «Lo agarré yo, lo rompí y ni uno de tus marineros hizo nada» decía alejándose lentamente mientras se iba para su casa.
Con la mirada puesta en la alcantarilla, y viendo como el agua se arremolinaba, mi vecino me dijo: «Pucha, tiene razón. Muy valientes nuestros tripulantes, pero no hicieron nada».
Volví a casa triste.
Triste porque Toto me había roto mi barco de papel.
Pero más triste porque ni él, ni mi vecino entendían lo que pasaba.
Es que mi barco, con su capitán y su marinero, pelearon siempre contra peligrosos enemigos, contra extraños piratas.
Y ante el ataque de Toto, nunca nos defenderíamos.
Porque nosotros somos feroces navegantes contra enemigos y piratas, pero nunca, nunca, nunca, atacaríamos a un niño.
Autor: Ale Ramírez
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