Camino por el sinuoso sendero que va desde donde estacioné mi auto, hasta la playa.
No es verano.
La temperatura no es de playa, como para andar descalzo y con short de baño.
Voy menos cargado que lo habitual, cuando en otra época del año, recorro este mismo camino.
Llevo una reposera, mi celular, una botellita de agua y lógicamente, mi equipo de mate.
Para aquellos que no son de la zona de Sudamérica, les cuento que el equipo de mate tiene en su interior un termo con agua caliente, una mate, una bombilla y la yerba mate.
Estoy prácticamente sólo en esa playa.
A lo lejos se ve a alguien trotando, vestido bastante abrigado.
Detrás de mí, viene una señora paseando a su perro, quien no está muy convencido de ese paseo.
Y lejos, muy lejos, veo a dos ciclistas, que vienen haciendo fuerza por la arena, demasiado blanda, para hacer esa actividad.
Acomodo mi reposera de forma que, al sentarme, quedo mirando el mar.
Armo el mate, y comienzo a cebar el primero.
Habitualmente, cuando uno quiere recordar cosas, cierra sus ojos y piensa en lo que queremos recordar.
En este caso, no lo siento así.
Con mis ojos bien abiertos y mirando la inmensidad de ese océano interminable, comienzo a pensar, que significa la playa para mí.
El primer recuerdo que se me presenta es llegar, con mi familia, con mis niños muy pequeños, cargado hasta el tope.
Con bolsos, bolsitas, heladerita, juguetes de playa, pelota, paletas con su pelota específica.
Con arena por doquier, tratar de que los niños coman algo, que no tenga arena.
El ir al agua, el volver del agua, el bronceador que le poníamos varias veces al día a los niños, el intentar que descansen un poco, tratando de tener la “tranquilidad” necesaria para poder sentarnos a tomar sol y quizás, poder leer un libro.
Días largos pero maravillosos, en contacto con la naturaleza.
Tratando de llegar al final de la tarde, y vivir una vez más esos increíbles y sobrehumanos atardeceres.
Recuerdo mi adolescencia, caminar tomados de la mano, con nuestra circunstancial compañera de carpa del balneario, y detrás de una enorme duna, robarle un romántico beso playero.
Cebo mi segundo mate, y miro hacia uno de mis costados.
Veo unas gaviotas que pelean entre ellas, tratando de obtener como premio a un pececillo, demasiado pequeño para tantos cazadores furtivos.
Automáticamente, corporizo en mi mente, las tardes calurosas, en que debíamos meternos en el agua, varias veces, porque la temperatura era demasiado alta, para poder soportarla sentadito en la reposera.
Recuerdo el llanto de algún bebé, muy pequeño, haciéndonos pensar a todos que quizás sufre más, de lo que, en definitiva, disfruta la playa.
Nunca falta el comentario, sobre la conveniencia de llevar a un bebé tan chiquito a la playa.
El cafetero, el barquillero, aquellos que venden baldecitos y palas para jugar en la arena.
Personajes casi infaltables, que, sin su aparición en algún verano, preguntamos dentro del grupo, que habrá pasado con ellos.
El perro atolondrado que pasa corriendo al lado nuestro, levantando arena y ensuciando todo a su a su paso, nuestros bolsos, reposeras, toallas y demás cosas que llevamos a la playa.
Y su dueño, que, lamentablemente, no se da cuenta de esto.
Sigo tomando mate.
El aire marino de color azul, comienza a humedecer mi rostro.
Siento mojadas mis mejillas.
Quizás, no es al agua marina.
Y en ese preciso instante, recuerdo los largos momentos vividos en las tardes, tomando mate con los “amigos de la playa”.
Largas charlas, diálogos imperdibles, cargados de sentimientos, recuerdos, nostalgia, alegría y porque no, alguna tristeza y dolor.
Momentos de recuerdos de aquellos, que ya no vienen, que ya no están.
Momentos inolvidables, donde cada uno, se va soltando a hablar de cosas, que en otro lugar y en otro ámbito, nos se hablarían.
Y me gusta pensar, que estos momentos increíbles de dialogo, amistad, cariño y amor, se presentan porque estamos “en la playa”
El sol se va escondiendo, detrás de un montón de nubes azules con tonalidades rojizas, un poco violáceas.
Comenzó a bajar la temperatura.
Absorbo la bombilla del mate lo más fuerte posible, sintiendo ese típico ruidito, que indica, que se acabó el agua.
Meto todo en el equipo de mate, cierro mi reposera y comienzo a desandar ese camino sinuoso y ahora un poco más obscuro.
Esta vez, voy desde la playa al auto.
Y pienso, que lindos recuerdos.
Que lindos momentos vividos.
Y lo maravilloso de esto, es que no hace falta ir a la playa para volver a tenerlos.
Los llevo en mi mente y en lo más profundo de mi corazón.
Y cuando quiero, puedo volver a recodarlos.
Este, donde este.
Tan sólo el propio recuerdo, me hace pensar en los maravillosos y extraordinarios momentos vividos, en la playa.
Y hasta puedo sentir, que tengo arena en mis pies.
Y que tendré que limpiarlos, antes de subir al auto.
De Ale Ramirez