Sábado a la mañana.
Mi mamá me despierta y me comenta que debo ir a la casa de los abuelos, a llevar algo de dinero y a pedirle a la abuela que me dé una docena de huevos.
Que buen despertar.
Qué lindo es ir a casa de mis abuelos.
Me levantó rápidamente, voy al baño y desayuno casi sin sentarme a la mesa.
Y salgo raudamente, rumbo a la casa de mis abuelos, que vivían a tan solo unas cuadras de mi casa.
Al llegar, me recibe la abuela, con esa sonrisa que sólo las abuelas tienen.
“Te preparé unas tostadas con manteca y dulce de leche” dice mi abuela, siendo la mejor bienvenida posible.
“Buenísimo, abu” respondí solícito, tomando una de las tostadas, y comenzando a comerla mientras entro.
Le doy el dinero a la abuela y le digo que son 2.000 pesos.
“Gracias” me dice y comienza a contar la plata.
“Pero abu, mamá me dijo que ya la contó” dije sorprendido.
Me miro tiernamente y me dijo: “Ale, la plata se hizo para contarla y para gastarla”.
Al instante, sacó del fajo de billetes de 50, cuatro de ellos y me los dio.
“Para que te compres algo”, dijo extendiendo su mano.
Puse esos billetes en mi bolsillo delantero y salimos al patio, a juntar los huevos, dentro del gallinero.
Todavía estaban algunas de las gallinas en sus nidos, y otras, ya paseaban por el jardín picoteando el piso, como intentando comer algo, que verdaderamente, yo no veía lo que era.
“Tirale un poco de maíz, mientras yo, recojo los huevos”, dijo mi abuela, dándome un jarrito rebosante del grano colorado.
Al verme las gallinas, salían atolondradamente del gallinero, siguiéndome por donde yo fuera, con ese jarrito cargado de maíz.
“Prrrrr, prrrrr, prrrr” era el sonido que me habían enseñado para llamar la atención de los gallináceos y que entendieran que les iba a dar comida.
Con el balde lleno de huevos, acompaño a la abuela, a armar los paquetes de 6 huevos, envueltos en papel de diario.
Ella hace uno y yo, intento hacer el otro.
Y apenas agarro uno de los huevos, se me resbala de mi mano, cayendo pesadamente al suelo, explotando y esparciendo su contenido por gran parte de la cocina.
“Huy, me vas a matar” le dije a la abuela con cara de perro mojado.
“No” me dijo. “Más se perdió en la guerra” aseveró.
“Mientras limpio, anda al tallercito del fondo, que el abuelo está trabajando”, dijo como queriendo que intentara olvidar la macana que me había mandado.
Mientras cruzaba el jardín, esquivando alguna gallina desorientada, ya sentía la música que salía desde el cuartito del fondo.
Se escuchaba, un “tangazo”.
Allí estaba mi abuelo, haciendo ruido con un taladro, sobre el banco de herramientas.
Mi abuelo, arreglaba todo lo que se necesitara arreglar.
Creo que la NASA nunca le envió una nave espacial para reparar, porque no entraba en su taller.
Ese cuarto, era increíble.
En dos de las paredes, tenía colgadas todas las herramientas.
Estaban ordenadas, según le parecía a mi abuelo, y al sacar alguna de las herramientas de la pared, se veía dibujada en su contorno, como cuando vemos en las películas que la policía marca con una tiza los cadáveres en el suelo.
Nunca podrías llegar a equivocarte, en donde tendrías que volver a poner esa herramienta.
Cada una, tenía su lugar.
Todo el vecindario, le enviaba a mi abuelo, cosas para arreglar.
A los que podían, les cobraba algo.
Y aquellos, que quizás estaban en un mal momento, se los arreglaba sin costo, diciendo: “Dios proveerá”.
Algunas veces fui testigo de la entrega de “esa cosa arreglada”.
Y cuando mi abuelo les decía lo que le debían pagar, siempre me parecía poca plata.
Un día, le pregunté, porque cobraba tan poco.
“Algo gano” me dijo.
“Nadie se funde por ganar poco” sentenció, tomando el martillo, golpeando una chapa, que necesitaba ser enderezada.
Y en cada charla, en cada momento, mis abuelos, con su sabiduría de vida, de calle, de edad, siempre esgrimían esos dichos, que ayudaban a entender mejor, los conceptos que querían manifestar.
Tengo infinidad de dichos, para compartir con Ustedes.
En este caso, iré comentando algunos.
“Siempre hay un roto para un descocido”. Dicho que se refería habitualmente cuando una mujer, quizás, no muy agraciada, encontraba pareja.
“Saltó de la sartén al fuego”, indicando que pasó de una situación mala a otra, que quizás es igual o peor.
“Siempre que salgas, fíjate de tener la ropa interior limpia y las medias sin agujeros”. Este lo decía mi abuela, justificándolo, ante la posibilidad de tener un accidente y que deban llevarte a algún nosocomio.
“El que juega por necesidad, pierde por obligación”. Indicando que el jugador que está desesperado por ganar, habitualmente, no lo logra.
“Por más que el mono se vista de seda, mono se queda” significando que por más que la gente quiera aparentar otra cosa, con su ropa o su apariencia, cada uno es como es.
“Estoy cansado de que me gobiernen inferiores”, decía mi abuelo, y este dicho, no necesita comentario alguno.
“Pobre Argentina, Pobre” decía mi abuela, al ver los desaguisados de la política nacional.
“Juntos, pero no revueltos”, significando que todos debemos tener nuestro espacio. Que está bueno pasar tiempo juntos, pero no tanto.
“Apretado, como culo de muñeca”. Sin más comentarios. Vean una muñeca y se darán cuenta.
“Meta palo y a la bolsa”, mostrando como en el campo, cuando había que intentar llevar algún animal, especialmente con plumas de un lado a otro, había que darle algún chirlo, para poder meterlo en una bolsa y así transportarlo.
“El que nace barrigón es al ñudo que lo fajen”, frase que indica que cuando una persona es como es, difícilmente se la pueda cambiar.
“Suegra, abogado y doctor, cuanto más lejos, mejor”, con mucho respeto, a dichas profesiones.
“Es lo que hay” decía mi abuela cuando nos quejábamos de que la comida siempre era la misma.
“Más vale poco, que nada” nos decía, cuando veíamos que algo no alcanzaba en su cantidad.
Dichos, refranes, modismos.
Todos dentro de las charlas cotidianas con mis abuelos.
Estos demostraban sabiduría.
Y me encantaba escucharlos.
Eran mayores, casi viejos, pero me fascinaba escuchar sus anécdotas y refranes, a pesar, de que algunas veces, contaban o decían cosas que ya habían dicho, en reiteradas oportunidades.
No me importaba.
Porque eran mis abuelos.
Y yo, los quería mucho.
Espero que vos también tengas recuerdos tan lindos como los míos.
Y espero, que este relato, te sirva para pensar en la relación que tuviste con tus abuelos y quizás, recuerdes espontáneamente, algún dicho o refrán que ellos decían.
“La gente que no tiene memoria, no tiene historia”, decía siempre mi abuela.
De Ale Ramírez