Desde muy chico, mi madre me contaba sobre los ángeles.
Me los describía con cuerpo humano, con cara feliz, y grandes alas.
Todo vestido de blanco resplandeciente, como el guardapolvo que llevaba yo cuando iba al colegio.
Quizás menos almidonados.
Las alas eran espléndidas, de un blanco tan blanco, que enceguecía mis ojos al querer imaginarlas.
A mí me gustaba que mi mamá me contara historia sobre el poder que tenían esos ángeles.
Según estos dichos, ellos estaban en la tierra, para acompañarnos y protegernos en todo momento.
Para ayudarnos a recorrer los caminos de nuestras vidas, intentando que lo hiciéramos de la mejor forma posible.
Para mí, tenían súper poderes.
Los imaginaba volando alrededor mío, mirando todo lo que hacía y ante un peligro inminente, eran los que se ponían al frente, evitando todo mal, evitando que sufriera cosas graves.
Los imaginaba abrazándome cuando tenía frío, o levantándome en sus brazos, cuando tenía temor.
“Este niño tiene un ángel aparte”, decía mi abuela cuando me caía o me ocurría algo que podría haber sido grave, y que al final, no lo fue.
“Los ángeles son seres espirituales, personales y libres; dotados, por tanto, de inteligencia y voluntad, creados por Dios de la nada” esto me enseñaba Doña Ana, mi anciana profesora de catequesis.
Y cuando recuerdo todo esto, pienso la cantidad de veces que mi Ángel de la Guarda me demostró estar conmigo.
Los accidentes que evitó.
En mis peores momentos, sentí su presencia, en cosas que ocurrían a mi alrededor.
Como la repentina aparición de un colibrí.
La salida del sol en medio de un cielo totalmente nublado.
La espontánea sonrisa de un niño.
El abrazo calentito de mi madre, en el momento justo.
El dulce beso de la persona amada.
El llanto tierno de alguno de mis hijos.
El lindo recuerdo de aquellos, que ya no están en la tierra.
Siempre estuvo conmigo.
Hasta en esos momentos tan tristes, donde uno llora a más no poder, sentí sus lágrimas caer sobre mi pecho, intentando acariciar mi corazón.
Y si todos tenemos nuestro ángel ¿por qué ocurren ciertas cosas?
¿Por qué niños pequeños mueren de desnutrición o por alguna triste enfermedad?
¿Por qué existen accidentes que nos parecen humanamente injustos?
¿Qué les ocurre a aquellos que mueren en una guerra?
¿Sus ángeles no los acompañaban?
¿No estaban atentos?
¿Estaban dormiditos?
Estas preguntas siempre me las hice, y hasta ahora, no he tenido alguna respuesta racional.
Creo también, que hay veces, que los ángeles se corporizan.
Cuando nos encontramos con alguien que sentimos que tienen una luz muy especial.
Aquellas personas que sentimos son buenas, pero buenas de verdad.
Aquellos que de repente, aparecen en nuestras vidas, nos acompañan unos años, y sin saber porque, desaparecen abruptamente.
Justificamos eso, pensando que fue un designio de la vida.
Quizás, ellos son ángeles, que nos envía Dios, para ayudarnos, para corregir algo, sostenernos, apuntalarnos en nuestra fe, o tan sólo, acompañarnos.
Y estos ángeles aparecen, sin ser una competencia con nuestro querido Ángel de la guarda.
Alguna vez he comentado, que viví el momento de la muerte, quizás demasiado cerca.
Tuve la maravillosa y triste oportunidad, de estar presente en el preciso momento en que falleció Pedro, mi suegro.
Por designios divinos, estuvimos con mi señora, allí.
Ella de un lado de la cama y yo del otro.
Ella acercando su rostro al del padre, diciéndole algo que quizás le había quedado pendiente decir.
Y yo, agarrándole su mano izquierda, diciéndole que ya todo estaba hecho.
Que no había deudas.
Que el camino estaba listo para ser recorrido.
Y en el preciso momento, de sus dos últimos largos y profundos suspiros, sentí la presencia de dos ángeles, que tomaban a Pedro de sus brazos y lo elevaban hacia la gloria eterna.
Puede sonar romántico o esotérico.
Pero para mí fue real.
Muy real.
Todos los días, agradezco a Dios su presencia en mí, y la compañía de ese ángel de la guarda, que tan eficientemente bien, hace su trabajo.
Todos tenemos nuestro ángel.
Muchas veces, no queremos reconocerlo, pero algún hecho fortuito, inesperado, sorprendente, nos hace pensar más en el azar que, en la existencia de nuestro ángel.
Viene a mí un recuerdo muy vívido.
Estoy en mi dormitorio, siendo un niño muy pequeño y en una noche cualquiera, antes de acostarme.
Estoy arrodillado en el costado de la cama, acodado sobre el colchón y con mis manitas unidas sobre mi rostro, decía:
“Ángel de mi guarda, dulce compañía,
no me desampares ni de noche ni de día.
Las horas que pasan, las horas del día,
si tú estás conmigo serán de alegría.
No me dejes solo, sé en todo mi guía;
sin Ti soy chiquito y me perdería.
Ven siempre a mi lado, tu mano en la mía.
¡Ángel de la guarda, dulce compañía!”
Una breve y maravillosa oración, que aprendí siendo muy chiquito y que todavía recuerdo.
Y ahora, siendo un poco más mayor, que el niño de aquella época,
todavía, la continúo rezando.
De Ale Ramirez