Miércoles de enero, tres de la tarde en la ciudad de Buenos Aires.
Arde la city por el intenso calor.
La cantidad de grados que marcan los termómetros, no tienen razón de ser.
El aroma a calor agobiante, voltea toda presencia de seres vivos en las calles.
Poca gente intenta caminar por la urbe, buscando la escasa sombra que hay en las diferentes arterias tapadas de calor y humedad.
Algunos valientes, intentan cumplir con sus obligaciones, y van y vienen acalorados, con sus sacos y corbatas en las manos.
Pero el calor azota los cuerpos vestidos con lo más liviano que encontraron en sus armarios.
La transpiración se evapora antes de poder llegar a mojar la ropa.
Es tanto el calor, que hasta el asfalto se está derritiendo.
Hay que cruzar esa terriblemente avenida demasiado ancha.
No queda otra.
Debo ir del otro lado.
Y a medida que cruzo, veo que hay gente pegada al asfalto.
Que no puede despegar su calzado.
Hace fuerza y fuerza y no pueden levantar sus pies, de ese asfalto hambriento, que intenta retenerlos más de la cuenta.
La gente los mira, se asombran, pero siguen su camino.
Nadie ayuda a nadie.
Aquellos que se encuentran inmovilizados por los grilletes negros del asfalto, piden ayuda.
Nadie les presta atención.
Todos siguen su camino, sin importar que haya alguien que necesita esa ayuda.
Estoy a la mitad de esa pegajosa avenida.
Trato de tomar velocidad e intentar pesar menos, para ver de no quedar pegado como los otros.
Pero es más fuerte que yo.
No puedo seguir caminando, sin parar a ayudar a alguno de los transeúntes estaqueados por la marea negra del insaciable asfalto.
Y pienso, ¿qué nos está pasando como sociedad?
Porque la gente pasa indiferente frente a la problemática del otro.
Y si es un desconocido, peor.
Nadie ayuda, ni se preocupa, ni brinda una mano.
Parece, como que en la actualidad intentar demostrar los sentimientos y la preocupación para con los otros, es una muestra de debilidad y denota cierta vulnerabilidad.
Da la sensación, que hoy se esconden los sentimientos, más si son sanos, buenos, de compañerismo, amistad, cariño y amor.
Eso sí.
Si los sentimientos son de enojo, ira o iracundia, esos, los dejamos aflorar, para querer demostrar que somos fuertes, intentando crear una falsa coraza que nos protegerá de toda posible futura agresión.
Durante toda mi vida, mis padres me enseñaron que debía ser empático, ayudador, que tenía que dar, brindar libremente mi ayuda, sin esperar recibir nada a cambio.
Y menos, recibir una devolución, exactamente de la persona a quién habíamos ayudado.
“Dios te lo devolverá con creces” decía mi madre, cada vez que tenía la ocasión.
Ayudé al que pude.
Casi todos, continuaron con su camino.
Pero ahora, yo quedé amarrado fuertemente por ese asfalto caliente, que disfruta como mis zapatos se hunden cada vez más en el océano negro y ardiente.
Me quedé pegado.
No puedo moverme.
Me quedé solo.
No puedo salir.
Triste abrasadora realidad.
De Ale Ramirez