Todo llega a su fin.
Todo en la vida se acaba, como la vida misma.
No hay alternativa.
Es así.
Están todos los que esperaba.
Los amigos, los parientes, los hijos, los hermanos, los nietos, los compañeros de trabajo y mucha, mucha gente que le interesa estar por el hecho de intentar quedar bien con alguien.
También, está ella.
Miran el cuerpo inerte intentando encontrar una razón a esa situación, lógicamente, sin poder encontrarla.
Se ensayan todo tipo de definiciones sobre la vida y la muerte.
Se intenta ejemplificar un estilo de vivir, y se prometen parar un poco la mano e intentar preocuparse de ahora en más por las cosas verdaderamente importantes.
Como son la salud, la alegría, el amor, el compañerismo, la ternura y tantas otras.
El ámbito está cargado de dolor.
Una música tenue resuena en el interior de la habitación de la sala velatoria.
Es un tema de jazz, bien dixieland, tal cual como él lo había pedido.
Demasiada gente dentro de la sala, hace agobiante el respirar con normalidad, mezclándose el aroma fuerte de las flores con el sollozo de algún querido amigo, que queriendo que no lo vean llorar, entra y sale nerviosamente de la sala.
Nunca pensé que iría tanta gente.
Realmente, ¿tan buen tipo habrá sido?
Por lo visto algo bien debe haber hecho en su vida para tener semejante demostración de cariño y presente recuerdo.
Fue todo demasiado rápido. Muy vertiginoso.
Sin darse cuenta se fue la vida.
No tuvo tiempo de nada más que cerrar sus ojos y descansar eternamente.
Que tristeza me dá verlos a todos alrededor del cajón.
Mis amigos. Los muy queridos y los otros.
A mis hijos. A los parientes.
Y me parte el corazón, verla a ella, sentada a un costado, viéndome a los ojos ya cerrados, queriendo comprender lo incomprensible.
Justificando lo injustificable, recordando lo que nos tocó vivir e imaginando lo que podríamos haber vivido.
Todo fue demasiado rápido.
No pude hacer muchas cosas.
No pude plantar un árbol y escribir un libro.
No pude caminar descalzo por la Avenida 9 de julio, un lunes a la mañana.
Sacarle la lengua a un policía.
Hacer otro ring-raje.
De almorzar con amigos, discutiendo siempre por lo mismo.
De decirle “te quiero” a mi mamá.
De pedir más veces perdón y de perdonar.
De no peinarme a la mañana.
De abrazar más veces a mis hijos.
De besar a mi amor con más ternura en los amaneceres.
En definitiva, de vivir.
Estoy muerto.
Fallecí un día de sol, de esos que a mi tanto me gustaban.
Fue sin darme cuenta.
Fue muy de repente.
Si tuviera la oportunidad de volver hacia atrás, haría casi todo lo mismo, con la misma gente.
Pero a ella la amaría nuevamente, pero sin discutir, sin dudar, sin perder un minuto, sin querer intelectualizar la relación.
Solamente la abrazaría y le daría mi mejor beso.
Ese beso de película.
Pero estoy muerto.
Ya no tengo alternativa.
Porque, en la vida todo se termina, como la vida misma.
Ale Ramirez.